No se malinterprete, no pienso cerrar el blog. Sólo quiero, como siempre, compartir una opinión.
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Ilustración de Chiara Bautista |
Las hay que ni se sienten, las de personas con las que convives poco y de repente un día desaparecen del cuadro; al mes ni te acordarás de ellos. Las hay que duelen, porque sabes que extrañarás a la persona, si bien le volverás a ver pasado un tiempo. Las hay temidas, porque sabes que si pierdes a esa persona tal vez nunca la recuperes, o bien porque sabes que son inevitables. Las hay que duran años enteros. Y las hay necesarias.
Hay hasta canciones y odas enteras al adiós. Y aún con su ayuda es difícil darlo, a veces aún más que escucharlo.
Hemos convertido la palabra "adiós" en un verdadero monstruo, cuando deberíamos pensar en su poder de curación. Es como esas medicinas que arden como el diablo pero que a final de cuentas cumplen bien su propósito, dependiendo de la dosis, claro. Tampoco hay que recetar un "adiós" intravenoso cuando la dosis es un "hasta pronto" cada dos meses, no sé si me explico.
En mi poca experiencia, solo hay una cosa peor que dar u oír un adiós: no hacerlo.
Las dos personas mencionadas al inicio son prueba de ello. Uno de mis seres más queridos falleció en agosto de 2008, luego de sufrir por casi 10 años -tal vez más, tal vez menos- de la enfermedad más terrible. La familia entera estuvo a su lado. Nunca perdió la sonrisa a pesar de ese jodido dolor que no le dejó en paz.
Pero cuando dijo adiós, yo no estaba. No me dejaron asistir al funeral. Me cayó el veinte de su ausencia meses después, al encontrar sus artefactos de trabajo en mi casa, y hasta entonces lloré. Más que por su ahora latente ausencia, por no haber podido despedirme. Más tarde, perdimos también al amor de su vida, un Domingo de Resurrección. Aún no consigo dar el debido adiós.
La otra persona sigue en este mundo, pero ya no conmigo. Dos años juntos, el segundo de los cuales se convirtió en un círculo vicioso de intentos de despedida, aun después de terminada la relación. Apenas hace poco, cuando me enteré que hasta la base de nuestra inicial amistad era mentira, terminé de desprenderme de su memoria, de lo poco bueno y de lo mucho malo. De la dependencia. Del miedo a quedarme sola o dejarlo solo a él. Por más que me esforcé en conservar el buen recuerdo, hacerlo solo suponía una parte del apego insano de toda la vida.
Por no decirle adiós a tiempo, perdí demasiado. La escuela, la confianza de mis seres más cercanos, e incluso la oportunidad de estar con el amor de mi vida -añádase a esto mi ya mencionada cobardía.
Decir adiós siempre es nefasto, pero lo es aún más no decirlo. Sobretodo porque puede no ser un adiós, sino que se puede transformar en un "no te vayas" o hasta en un "iré contigo". Escuchar un adiós nunca es fácil, pero es peor no oírlo. Porque cuando no se escucha, queda un vacío helado entre los implicados, un vacío que lo mismo se puede llenar de duda que de esperanza, o de ambos. A veces, sin que haya razón para ello.
Deberíamos aprender -y enseñar- que no hay nada malo con las despedidas. Hasta de los objetos hay de despedirse de vez en cuando, sino en vez de llenar vacíos se van tragando el espacio.
Y tampoco hay que temer a despedirse de alguien: si la persona no vale la pena, será lo mejor para ambos, pero si sí lo vale, no existirá el adiós.
NOTA: Näkemiin es la palabra finlandesa para "adiós"
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