-¿Estás herido, terroncito?
Sosteniendo una linterna de las antiguas de
aceite y envuelta en un chal de color rosa, la mujer que se había asomado al
hueco fangoso donde los grandes lo habían tirado después de acorralarlo hasta
el bosque en las bicicletas y golpearlo le extendía una mano con sortijas
relumbrantes en cada dedo, que el niño tomó desesperado, hipando las últimas
trazas de un llanto humillado y asustado.
Lo que pintaba para ser el Halloween más horrible
de su corta vida parecía haber llegado a su fin con esas tres palabras. Desde
que se mudaron ahí, los grandes -tres buscapleitos de los grados
superiores en la escuela- la habían tomado contra él, por venir de fuera, por
su acento, por su ropa… por no tener mamá. Y para colmo papá murió una semana
atrás, dejándolo con una madrastra con la que no se terminaba de llevar – no
era mala con él, pero aún estaba demasiado deprimida para prestarle atención;
de otro modo los grandes no se le hubieran acercado, ni robado su
mochila con sus cosas y los pocos dulces que acababa de juntar. Temblaba de
frío, y tanto su disfraz de fantasma como la ropa de debajo habían acabado
hechos una desgracia de lodo y cosas pegadas. Sabía que era el bosque
circundante a la ciudad, pero las únicas luces venían de la luna llena entre
las ramas y de la linterna de la mujer, que ahora lo cubría con su chal -podía
jurar que el suave tejido olía a caramelo- y se lo llevaba de ahí cuanto antes,
con palabras tiernas para calmarlo.
No tardaron mucho en llegar a una cabaña pequeña,
iluminada por la luna de tal forma que parecía espolvoreada de azúcar, con las
ventanas irradiando una cálida luz ámbar. Desde afuera parecía que había muchas
luces encendidas, pero una vez dentro pudo ver que sólo había una chimenea
encendida al fondo de una única habitación, sobre la cual hervía una olla muy
grande y tapada que despedía un olor desagradable.
-Ignora eso, terroncito, es solo un guiso quemado
– la mujer lo sentó en la cama y le sirvió una taza de humeante chocolate y
bizcochos de calabaza, para correr de vuelta a la olla y removerla un rato. –
¿Pero qué hacías tú solo en el bosque? ¿Y tus amigos?
La última pregunta se sintió como un pinchazo en
el corazón, y el niño trató de ahogarlo con un trago al chocolate, pero el
líquido pareció terminar de derretir las palabras congeladas en la garganta que
los adultos a su alrededor estaban muy ocupados para oír, y sin poder detenerse
le contó todo desde esa noche hacia atrás. La mujer lo escuchaba sin dejar de
hacer cosas a su alrededor, como volver a llenarle la taza, sacar una pijama
seca de un cajón y quitarle los zapatos y el disfraz de fantasma hecho jirones
para dejarlo secar en el respaldo de una silla junto al fuego. En otras
circunstancias hubiera protestado y dicho que ya no era un bebé, pero por dios
que se sentía tan bien importarle a alguien después de tanto…
Sólo lo interrumpió un golpeteo metálico bajo sus
pies, al que la mujer contestó con furiosos zapateos.
-Se metieron unas ratas al sótano -le explicó
sonriendo, mientras al fin tomaba asiento a su lado y lo acomodaba en la cama.
-Hacen ruido en la alacena, pero ya les llegará la hora. Y dime, ¿porqué
estabas en ese hoyo?
El niño no respondió enseguida, apretaba en sus
manos la suave sábana de franela para darse valor:
-Los grandes... dicen que hay una bruja en el
bosque… -la respiración se le aceleraba de sólo pensarlo, sintiéndose
acorralado una vez más por el solo recuerdo- dijeron que querían verla y me
echaron como carnada. Para que me coma.
- ¿Aún dicen esas cosas? - la carcajada de la
mujer llenó la habitación y la nostalgia llenó sus ojos. -Recuerdo que decían
lo mismo cuando yo era niña …
- ¿Y sí? -la mujer acarició su cabeza con cariño, arañando levemente el cuero cabelludo con las uñas.
-Ya no. Un par de ladrones la quemaron hace
muchos años, con todo y su casa, y se llevaron sus tesoros. – La mirada de su
anfitriona se perdió mirando por la ventana hacia la pálida luna de octubre. –
Sabes, uno nunca debe meterse con las brujas. Si les robas te cae una
maldición, y si matas a una estarás condenado a tomar su lugar en las legiones
de las sombras…
El niño tragó en seco, sintiendo el estómago
repentinamente hueco pese a haber acabado con los bizcochos de calabaza. No
sabía si era por el relato o por la forma en que la sonrisa de la mujer se disolvió en una respiración pesada y los ojos, abiertos de par en par, le brillaron con una chispa de
inconfundible odio…
-Pero también hay brujas buenas, ¿verdad? Eso
dice mi madrastra…
-Lo intentan. Te juro que lo intentan -cuando le
volvió a sonreír, la expresión nuevamente suave de pronto le pareció una
máscara. Le acomodó la almohada y lo arropó con el chal rosa sobre la colcha.
El aroma a caramelo lo reconfortó tanto que los párpados le pesaron enseguida –
Descansa, terroncito. Alguien vendrá por ti en la mañana.
Pero en la mañana lo despertó el rocío.
No estaba en el hueco, pero tampoco en la cabaña. Despertó hecho un
ovillo entre las raíces de un árbol, con el disfraz de fantasma aún puesto y a
sus pies, su mochila y la bolsa con dulces. El sol apenas comenzaba a salir,
abriéndose paso en la bruma.
¿Cómo llegó ahí? ¿Lo había soñado todo? Quizás huyendo de los grandes
se había tropezado y golpeado la cabeza. O se había cansado y desmayado ahí…
El timbre aterrorizado en la voz de su madrastra hizo eco en todo el
bosque; sólo entonces fue consciente de las voces a lo lejos, clamando su
nombre y los de los grandes. Muy pronto la pudo ver, linterna en mano, con
la misma ropa del día anterior, el pelo revuelto, las botas sucias de fango y
la desesperación en la mirada ojerosa e hinchada, que se esfumó en cuanto
hicieron contacto visual.
- ¡Hansel! -su madrastra se arrodilló a su lado, hecha un mar de
llanto y abrazándolo con tanta fuerza que creyó que le rompería un hueso.
-perdóname… debí venir contigo, perdóname…
Se dejó abrazar, y se permitió abrazarla, sintiendo el alivio relajar
sus músculos y sus dedos cardar su cabello. El niño cerró los ojos, y dejó las
lágrimas correr también, sintiéndose a salvo al fin.
Pero la paz que habían empezado a sentir se disolvió en el grito agudo
que llenó el bosque, y que convocó a la horda de vecinos y policías que habían
acudido a buscarlo. Ambos se quedaron quietos por un rato, hasta que sin soltar
el abrazo su madrastra se echó las bolsas al hombro y lo cargó para acercarse
con cautela a la fuente de los gritos, a un desnivel algo alejado de donde
estaban. Ahí, renegrido de ceniza y semi destruido, había un casco de chimenea,
y un hueco con suelo de madera que tal vez fue un sótano en mejores tiempos.
- ¡Aléjense! - gritaban los oficiales, uno de ellos, rodeando el lugar
con cinta amarilla. Los perros aullaban a la par de las vecinas horrorizadas.
El niño trató de ver, pero su madrastra le tapó los ojos, haciendo que volteara
hacia atrás.
Ahí, con su dulce sonrisa, sus dedos y el chal rosa batidos de rojo,
estaba la mujer de la cabaña.
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