Por ahí de septiembre del año anterior escribí esta historia, inspirada en los horrores del manicomio de La Castañeda. Para los que no lo sepan, éste hospital psiquiátrico fue inaugurado en 1910 durante el Porfiriato y fue demolido hasta la última piedra en 1968, bajo las órdenes de Gustavo Díaz Ordaz (nacer y morir en los años más locos del s. XX, ¿coincidencia?)
Sin embargo, La Castañeda se distinguió por dos razones: ser -para algunos- la cuna de la psicología moderna en México, y sus tratos monstruosos e inhumanos hacia sus internos. También recibían ahí presos que no tuvieran cabida en la Cárcel de Lecumberri.
De algún modo, siento una rara fascinación por las enfermedades mentales - mientras las vea de lejos, claro. La historia de este pesadillesco lugar podría traumar a cualquiera, así como las fotografías.
Así que aquí está este "testimonio" de uno de sus internos, interno que yo inventé, pero cuyos sufrimientos fueron muy reales.
Un
palacio de piedra que se alza en medio de un jardín verde y tan
antiguo como el mismo, en el corazón de Mixcoac. Lo miro con
asombro, mientras la policía me encamina a la escalinata donde
cuatro hombres calvos están sentados con la mirada perdida en la
nada. Envueltos en batas blancas. Los oficiales me arrastran hacia la
puerta sin decir nada, y entramos hasta la oficina principal.
No
es un palacio. Es una cárcel.
Me
están encerrando aquí por "faltas a la moral" y porque en
Lecumberri simplemente no hay espacio. Lo que me extraña es que aquí
nadie parece policía. Ni tampoco tienen pinta de prisioneros. Para
ser una prisión, hay demasiada gente corriendo por ahí. Me sueltan
al llegar a una cama en un dormitorio general.
No
es una cárcel. Es un manicomio.
Ninguna
de las personas con las que he hablado pueden hilar una oración que
tenga sentido. Hay una porción entera del edificio que huele a la
podredumbre de la sífilis. Ahí encierran a las prostitutas,
aunque no estén enfermas. La gran mayoría que no habla se estampa
en las paredes continuamente, o permanecen en una enajenación
absoluta.
No
es un manicomio. Es el infierno.
Los
baños son con agua helada. Los enfermos de sífilis huelen mejor que
la comida. Todas las noches hay gritos y pesadillas, ataques
violentos y sucesos que ni siquiera me atrevo a describir. Hasta los
que entran cuerdos como yo poco a poco sucumben a los malos tratos y
a la persistente epidemia; porque la locura sí se contagia.
No
lo resisto más. He tratado de escapar desde que llegué. Las dos o
tres veces que lo he hecho acabo con manos y pies atados a una mesa y
con polos de electrochoques en las sienes. La corriente se siente
como si un fuego me entrara por la piel y me quemara el cerebro.
Ya
intenté suicidarme varias veces, si no puedo escapar en físico por
lo menos que mi alma torturada pueda marcharse sin que nadie lo pueda
impedir. Pero todo me lo impide. Hasta intenté provocar a los
enfermeros para que me mataran a punta de electrochoques. No solo no
lo conseguí, sino que me aislaron de todos los demás.
Finalmente
se hartan de mí. De mi cordura peleando por mantenerse con vida, de
mis gritos y peleas, de mí y mi necesidad de no morir aquí. Se
hartan de que mis ojos no miren a la nada, de estar "atendiendo"
a un loco que no lo está. Así que me volverán loco de una buena
vez.
Sin
anestesia. Solo me acuestan y amarran. Sin anestesia, el doctor
comienza la lobotomía. No puedo gritar, tengo la boca rellena de
algodón y estoy noqueado con medicinas que no me duermen y un
porrazo que me dio un guardia en la cabeza. Mi último pensamiento
coherente, antes de perderme para siempre en la misma nada en que se
perdieron todos los demás, está dirigido a los seres que yo amaba,
y que nunca jamás me visitaron mientras enloquecía en ese lugar de
pesadilla.
… no
es el Infierno. Es el manicomio de La Castañeda".
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