Parte
3: Amelia
Amelia
casi no se acuerda de sí misma. No se acuerda de su nombre ni de qué
demonios es lo que la tiene anclada al Umbral, sin conseguir cruzar.
A veces logra dilucidar retazos de pasado, pero ninguno lo
suficientemente claro para recordar cómo llegó ahí.
Si
se pudiera ver, seguro sentiría el mayor de los horrores: su cara ya
no tiene ni nariz ni boca, ambas reemplazadas por una especie de
arruga extraña que se curva hacia arriba. La piel se le puso gris
como las piedras y sus ojos no son más que unos terroríficos y
luminosos platos blancos. Su pelo es blanco y pajizo, tan liviano que
flota a la menor provocación.
Tampoco
se puede mover. Está estática. Ve como algunos monstruos como ella
vienen y van al otro lado, van solos y regresan con personas
parecidas a lo que queda de ellos: sus familiares pues. Pero ella no
puede. Literalmente está enraizada al suelo: los dedos de sus pies
ahora son raíces grisáceas clavadas en la tierra. Alguna vez las
quiso sacar, y no consiguió nada.
Una
de las pocas cosas que logra recordar es al marido que olvidó en el
Palacio Negro cuando este aún era cárcel. De modo que Amelia hace
lo posible por aferrarse a ese recuerdo. Siente algo cálido en el
pecho, seguido de un terrible dolor y una angustia tan espeluznante
como su aspecto actual, pero siente.
Sin
embargo su marido nunca cruzó el Umbral. Sabe que los días y los
años han pasado, ha visto a sus propios familiares cruzar; ha visto
incluso al hombre por el que lo dejó… aunque ahora ya no lo
recuerda. Ni a sus familiares.
En
algún momento logró escuchar que Jacinto todavía ronda por los
pasillos de Lecumberri, preguntando desconsolado "si vino
Amelia" a la visita conyugal de los viernes, con la que nunca le
cumplió. Hoy es ese día en que todos los que han cruzado van de
regreso para una visita rápida. Ella daría cualquier cosa por poder
cruzar para allá, y poder traerlo consigo para que los dos puedan
estar en paz del otro lado del Umbral.
La
boca le desapareció hace como sesenta años, pero antes de eso y de
perder la memoria se hizo de algún "recadero" al cual
pedirle que buscara a su marido. Ahora que no puede hablar, si pasa
alguno de los conocidos a los que pide información solo les puede
dirigir una mirada vacía. Ya tampoco puede mover los brazos para
llamar su atención. Por fin pasa por el Umbral uno de ellos, uno de
los que recuerda.
"No,
Amelia, no sé nada", le dice fastidiado. "Es más, ya ni
siquiera paso por ahí, mi gente se fue de la ciudad".
"No,
Amelia, ya no tengo a qué cruzar", dice otro.
"No,
Amelia, ya no quiero volver ahí"
"No,
Amelia, no lo he visto".
"No,
Amelia"
"No".
Y
con cada no, ella va perdiendo más y más la esperanza. Ese día,
pasa una mujer por el Umbral. Una mujer altiva de buena familia. Su mirada soberbia despierta una emoción extraña y desagradable en el hueco pecho de Amelia, fallido esbozo de un recuerdo cruel y culpable.
Julio
pasa cerca de ella. Le aterroriza, pero muy en el fondo siente
lástima por esos dedos grises enterrados en el suelo. Esa
desconocida es la única que le recuerda que Los Que Se Quedan (como
les llaman todos los demás) en algún momento fueron humanos. No
sabe porqué, pero es la única que le despierta sentimientos
distintos al horror.
"¿A
ella que le pasó?" se le ocurre preguntar por fin a sus
compañeros, pero tanto Manuel como Rockdrigo se encogen de hombros.
"¿Ramón
tampoco sabe?" pregunta el periodista.
"¿Es
una mujer?" pregunta el rupestre. Por fin, un hombre de edad,
uniformado de gris, le explica quién es ella.
"Era la esposa del Venado", dice pausadamente. "Ella y el amante le robaron a una señora rica y la destrozaron a martillazos. Y el esposo se echó los cargos al cuello para salvarla".
"Era la esposa del Venado", dice pausadamente. "Ella y el amante le robaron a una señora rica y la destrozaron a martillazos. Y el esposo se echó los cargos al cuello para salvarla".
"¿Y
que hace ahí?"
"Pagar.
Pero siempre manda a buscar al marido. Claro que nadie le hace caso,
y se lo tiene merecido. Lástima por El Venado, se quedó
esperándola en Lecumbérri".
El
viejo se va, y sus amigos adelantan, pero Julio se detiene. Se acerca
vacilante a la desconocida, que le dirige una mirada vacía.
Se
miran sin decir nada, hasta que Ramón aparece junto a un muchacho
que usa un guante blanco y le hace una seña para que avance.
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