Luego de otra larga ausencia, les traigo aquí uno de mis grandes orgullos: esta novela corta vio la luz por primera vez en octubre del año pasado, consta de 4 partes y está inspirada en esta época tan llena de significado para muchos de nosotros. Espero la disfruten y se piquen, porque la próxima semana sale el capítulo 2.
(Publicación original: 24 de octubre de 2014)
Parte
1: Julio
"¿Hace
cuanto que no se ven?"
"Como
29 años"
"¿Desde
el terremoto?"
"Mas
o menos"
Julio
se prepara como muchos otros para visitar a sus seres queridos. Es
esa fecha especial de todos los años en que le está permitido
regresar. Mientras, platica con otro como él, Ramón.
"¿Tú
desde cuando no los ves?"
"Uuuuff…
unos 46 años"
"¿Tlatelolco?"
"Ya ni me recuerdes" dice Ramón con amargura.
"Ya ni me recuerdes" dice Ramón con amargura.
Julio
y Ramón son afortunados. Hay muchos otros que desde hace años no
tienen a nadie del otro lado; heridos por el olvido se quedan, y
con el pasar del tiempo se desvanecen como un sueño.
"¿Y
a quién extrañas más?" pregunta curioso Ramón.
"A
mi esposa" contesta el interpelado. "Ay, mi Rosita… hace
unas enchiladas deliciosas, ¿Porqué no vienes a mi casa? De seguro ya
las tiene listas".
"Sólo
un rato, tengo mucho camino que recorrer este año".
"¿Hijos?"
"Y nietos. Hartos nietos".
"Y nietos. Hartos nietos".
En
el camino hay muchas caras nuevas. No todas son gratas de ver; de
algunos Julio no sabe todavía si darles la bienvenida o el pésame.
Así pasó con él cuando llegó. Se le quedaron mirando con cierto
horror, con mucha pena. Sabe que de todos modos las cosas se van a
componer para ellos y sus familias, pero de todos modos la visión de
estos nuevos compañeros de trajín no es nada agradable.
Además,
podría ser peor. Podría haberse quedado penando del otro lado, sin
conseguir cruzar. Como la mayoría de sus vecinos. Por historias y
leyendas que le contaban, sabía que muchos no se quedaban sólo
penando y lamentándose: los hay tan resentidos que intentan llevarse
a otros. Sobretodo los que se quedaban a perseguir a sus propios
familiares.
Ramón
le había enseñado a reconocerlos: son los que se quedan en el
Umbral. Podrían pasar pero no lo hacen, pero eso sí, cada tanto
traen a alguien nuevo y sí lo hacen pasar. Y con cada visita se
ponen más feos: las caras se estiran, o se arrugan. A veces incluso
se borran. La piel se les hace gris y los ojos se van poniendo negros
o
blancos.
Esos en especial le dan escalofríos a Julio, y no solo a él.
"Sólo
no los peles" le había dicho Ramón. "A nadie le caen
bien. Solo se quedan a hacer destrozos".
"¿Y siempre están ahí?" le pregunta Julio, mientras uno de ellos lo mira de lejos, con su mirada vacía.
"Creo que se van cuando el último de los suyos pasa el Umbral" le responde Ramón. "No sé si los dejan pasar o si solo se desaparecen. Lo que sí es que en algún punto se van".
"¿Y siempre están ahí?" le pregunta Julio, mientras uno de ellos lo mira de lejos, con su mirada vacía.
"Creo que se van cuando el último de los suyos pasa el Umbral" le responde Ramón. "No sé si los dejan pasar o si solo se desaparecen. Lo que sí es que en algún punto se van".
Julio
se estremece incómodo. Prefiere pensar en Rosita. En que bendito sea
el Señor, ella está allá, y tuvo el buen tino de mudarse a
Querétaro después del terremoto. Está a salvo, tranquila.
Esperándolo. Su hija se llama como ella. Y lo último que supo es
que la hija de su hija también heredaba el nombre. Siempre recuerda
su "jardín de Rosas", su jardín de amor que lo espera
todos los años. Las extraña. Y las enchiladas también, claro.
Julio
era maestro antes del terremoto. Probablemente por eso él y Ramón
se caen tan bien. Rosita no estaba cuando pasó, se había ido a
visitar a sus papás a Silao, con la niña. A veces -lo que lo hace
sentir culpable- Julio desearía que ellas hubieran estado con él,
para no irse tan solo y ya no tener que regresar todos los años.
Aunque
no se fue solo del todo. Tenía un vecinito periodista que se llamaba
Manuel y que trabajaba en La Jornada. Apasionado de Truman Capote,
tanto que cuando Julio osó pedirle prestado uno de sus libros Manuel
pegó el grito en el cielo. Nel. Mangos. No quiero. Y no se volvió a
hablar del asunto.
Se
ayudaron a salir solos de los escombros del edificio Nuevo León.
Todavía Manuel se quiso regresar por la grabadora y la cámara, que
tenía que cubrir la nota, que era la nota del siglo, que…
"Que no, Manuel, ya vámonos" le dijo Julio, acongojado, gritando por encima de las sirenas. "Ya no hay nada que hacer".
"Bueno
ya, ahí muere". Ni de sus libros se acordó.
Un
chiste muy atinado. "Ahí muere". Ahora, Manuel se les pega
a los viajeros. Lo están esperando en la oficina. Va a haber fiesta,
y "La Tambora" no puede faltar, aunque no sea de cuerpo
presente. Por alguna parte llega un olorcillo de mota: ahí viene
Rockdrigo, a quien le tocara también el mal despertar del 19 de
septiembre en la calle de Bruselas.
"Ah,
no. Yo con multitudes no quiero nada", protesta Ramón.
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