domingo, 4 de octubre de 2015

El Trajín del Mictlán (Parte 1)

Luego de otra larga ausencia, les traigo aquí uno de mis grandes orgullos: esta novela corta vio la luz por primera vez en octubre del año pasado, consta de 4 partes y está inspirada en esta época tan llena de significado para muchos de nosotros. Espero la disfruten y se piquen, porque la próxima semana sale el capítulo 2.

(Publicación original: 24 de octubre de 2014)


Parte 1: Julio

"¿Hace cuanto que no se ven?"
"Como 29 años"
"¿Desde el terremoto?"
"Mas o menos"

Julio se prepara como muchos otros para visitar a sus seres queridos. Es esa fecha especial de todos los años en que le está permitido regresar. Mientras, platica con otro como él, Ramón.

"¿Tú desde cuando no los ves?"
"Uuuuff… unos 46 años"
"¿Tlatelolco?"
"Ya ni me recuerdes" dice Ramón con amargura.

Julio y Ramón son afortunados. Hay muchos otros que desde hace años no tienen a nadie del otro lado; heridos por el olvido se quedan, y con el pasar del tiempo se desvanecen como un sueño.

"¿Y a quién extrañas más?" pregunta curioso Ramón.
"A mi esposa" contesta el interpelado. "Ay, mi Rosita… hace unas enchiladas deliciosas, ¿Porqué no vienes a mi casa? De seguro ya las tiene listas".
"Sólo un rato, tengo mucho camino que recorrer este año".
"¿Hijos?"
"Y nietos. Hartos nietos".

En el camino hay muchas caras nuevas. No todas son gratas de ver; de algunos Julio no sabe todavía si darles la bienvenida o el pésame. Así pasó con él cuando llegó. Se le quedaron mirando con cierto horror, con mucha pena. Sabe que de todos modos las cosas se van a componer para ellos y sus familias, pero de todos modos la visión de estos nuevos compañeros de trajín no es nada agradable.

Además, podría ser peor. Podría haberse quedado penando del otro lado, sin conseguir cruzar. Como la mayoría de sus vecinos. Por historias y leyendas que le contaban, sabía que muchos no se quedaban sólo penando y lamentándose: los hay tan resentidos que intentan llevarse a otros. Sobretodo los que se quedaban a perseguir a sus propios familiares.
Ramón le había enseñado a reconocerlos: son los que se quedan en el Umbral. Podrían pasar pero no lo hacen, pero eso sí, cada tanto traen a alguien nuevo y sí lo hacen pasar. Y con cada visita se ponen más feos: las caras se estiran, o se arrugan. A veces incluso se borran. La piel se les hace gris y los ojos se van poniendo negros o blancos. Esos en especial le dan escalofríos a Julio, y no solo a él.

"Sólo no los peles" le había dicho Ramón. "A nadie le caen bien. Solo se quedan a hacer destrozos".
"¿Y siempre están ahí?" le pregunta Julio, mientras uno de ellos lo mira de lejos, con su mirada vacía.
"Creo que se van cuando el último de los suyos pasa el Umbral" le responde Ramón. "No sé si los dejan pasar o si solo se desaparecen. Lo que sí es que en algún punto se van".

Julio se estremece incómodo. Prefiere pensar en Rosita. En que bendito sea el Señor, ella está allá, y tuvo el buen tino de mudarse a Querétaro después del terremoto. Está a salvo, tranquila. Esperándolo. Su hija se llama como ella. Y lo último que supo es que la hija de su hija también heredaba el nombre. Siempre recuerda su "jardín de Rosas", su jardín de amor que lo espera todos los años. Las extraña. Y las enchiladas también, claro.

Julio era maestro antes del terremoto. Probablemente por eso él y Ramón se caen tan bien. Rosita no estaba cuando pasó, se había ido a visitar a sus papás a Silao, con la niña. A veces -lo que lo hace sentir culpable- Julio desearía que ellas hubieran estado con él, para no irse tan solo y ya no tener que regresar todos los años.

Aunque no se fue solo del todo. Tenía un vecinito periodista que se llamaba Manuel y que trabajaba en La Jornada. Apasionado de Truman Capote, tanto que cuando Julio osó pedirle prestado uno de sus libros Manuel pegó el grito en el cielo. Nel. Mangos. No quiero. Y no se volvió a hablar del asunto.

Se ayudaron a salir solos de los escombros del edificio Nuevo León. Todavía Manuel se quiso regresar por la grabadora y la cámara, que tenía que cubrir la nota, que era la nota del siglo, que…

"Que no, Manuel, ya vámonos" le dijo Julio, acongojado, gritando por encima de las sirenas. "Ya no hay nada que hacer".
"Bueno ya, ahí muere". Ni de sus libros se acordó.
Un chiste muy atinado. "Ahí muere". Ahora, Manuel se les pega a los viajeros. Lo están esperando en la oficina. Va a haber fiesta, y "La Tambora" no puede faltar, aunque no sea de cuerpo presente. Por alguna parte llega un olorcillo de mota: ahí viene Rockdrigo, a quien le tocara también el mal despertar del 19 de septiembre en la calle de Bruselas.

"Ah, no. Yo con multitudes no quiero nada", protesta Ramón.

Continuará...

1 2 3 4

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Grettel

  - ¿Estás herido, terroncito? Sosteniendo una linterna de las antiguas de aceite y envuelta en un chal de color rosa, la mujer que se hab...