sábado, 10 de octubre de 2015

El Trajín del Mictlán (Parte 2)

Aquí la parte 2 del Trajín, la próxima semana tendremos la esperada parte 3.


Parte 2: Ramón

"Ah, no. Yo con multitudes no quiero nada", protesta Ramón, apartándose de los compañeros del edificio caído. "Te alcanzo después, Julio".

Los flashazos de un rojo amanecer atormentan a Ramón mientras se aleja de Julio y sus viejos vecinos. Conforme avanza, alcanza a ver otras caras conocidas. Se encuentra muy pronto con algunos de sus alumnos.

"Que carita, profe…" le oye decir a alguno. Otro pregunta:
"¿Este año si viene?"
"Estoy aquí, ¿no?" contesta riendo. Pero por dentro sabe que son mentiras.

Mentiroso hasta la muerte. Ramón no tenía familia. Deliberadamente lo habían olvidado cuando lo vieron entre los marchantes del Zócalo.

Su papá había sido político. A su mamá ni la conoció, se peló con un francés después de que Ramón nació, de modo que fue criado en Chapultepec por muchas nanas y una madrastra apenas mayor que él. A veces le daba por buscar a la desconocida progenitora entre los que llegaban por el Umbral.

Cuando se decidió por la docencia, tuvo un apoyo muy superficial. A su padre le hubiera gustado más verle entre los curules, pero tampoco le puso muchos peros. Le dio dinero, le compró los libros y le dejó el coche. Y que hiciera su real gana.

Ramón fue un estudiante destacado, y casi al salir de la fiesta de graduación entró a trabajar. Nunca se sintió muy cómodo en las flamantes escuelas privadas donde el apellido le abría las puertas, ese apellido que, una vez tras el umbral, se le olvidó por completo como a todos -lo que fue como quitarse de encima una cobija empapada. Buscó plaza en escuelas públicas, la consiguió en una vocacional del Poli; llegó a cubrir turnos nocturnos. Amaba lo que hacía y sus alumnos lo adoraban.

Los mismos alumnos que ahora lo seguían como patitos en el camino de regreso. Ramón se siente culpable al verlos y mirar su perenne juventud, congelada en la eternidad. Son la única familia que posee y todos están ahí. Algunos de ellos no cruzaron a su lado, llegaron antes o después, víctimas de los alucinógenos con los que la época se aliviaba las heridas de Vietnam, del Halconazo, de las revueltas, de los regímenes que poco a poco fueron cayendo.

Pero siempre, al pasar el Umbral, lo primero que hacen es preguntar por el profe Ramón.

Sólo uno de los muchachos no lo busca nunca. Pero todos los años Ramón lo ve desde lejos, en el Umbral.

Sus demás alumnos lo detestan. No se supone que sea así de ese lado del Umbral, pero no lo soportan. Ese muchacho está marcado por la tragedia de la peor manera posible: lleva en la mano derecha un guante blanco.

Por primera vez, decide hablarle. Todos protestan con rabia cuando Ramón se dirige al paria. Le gritan palabras horrendas, pero Ramón los hace callar. Les indica que sigan adelante sin él, y ellos obedecen.

"¿Cuando pasó?" le pregunta. El joven del Batallón Olimpia mira culpable a su profesor.
"Cuando levantaron los cuerpos", dice, con un hilito de voz. "No aguanté, profe. Aún no puedo con la culpa… "
"Sabes que yo no tengo nada contra ti, ¿verdad?"
"Debería", dice el muchacho, rompiendo en llanto. "Yo le disparé".

Ramón siente un hueco por dentro. No esperaba una confesión de ese tamaño. Pero el muchacho arrepentido tampoco se espera lo que sigue.

El profe Ramón lo abraza.

"No tengo nada contra tí. Vamos".

Reconciliados, maestro y alumno se dirigen de vuelta hacia el grupo de compañeros que los miran en silencio. Y hasta que se integran, la marcha continúa.


Julio mira de lejos a su amigo, y sonríe. Si todos son felices, él también lo es.
Grabado de Guadalupe Posadas
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