lunes, 19 de octubre de 2015

El Trajín del Mictlán (Parte 3)

Una vez más, aunque con un atraso de tres días, llega otra parte de esta historia, ya próxima a su fin.

Parte 3: Amelia

Amelia casi no se acuerda de sí misma. No se acuerda de su nombre ni de qué demonios es lo que la tiene anclada al Umbral, sin conseguir cruzar. A veces logra dilucidar retazos de pasado, pero ninguno lo suficientemente claro para recordar cómo llegó ahí.

Si se pudiera ver, seguro sentiría el mayor de los horrores: su cara ya no tiene ni nariz ni boca, ambas reemplazadas por una especie de arruga extraña que se curva hacia arriba. La piel se le puso gris como las piedras y sus ojos no son más que unos terroríficos y luminosos platos blancos. Su pelo es blanco y pajizo, tan liviano que flota a la menor provocación.

Tampoco se puede mover. Está estática. Ve como algunos monstruos como ella vienen y van al otro lado, van solos y regresan con personas parecidas a lo que queda de ellos: sus familiares pues. Pero ella no puede. Literalmente está enraizada al suelo: los dedos de sus pies ahora son raíces grisáceas clavadas en la tierra. Alguna vez las quiso sacar, y no consiguió nada.

Una de las pocas cosas que logra recordar es al marido que olvidó en el Palacio Negro cuando este aún era cárcel. De modo que Amelia hace lo posible por aferrarse a ese recuerdo. Siente algo cálido en el pecho, seguido de un terrible dolor y una angustia tan espeluznante como su aspecto actual, pero siente.

Sin embargo su marido nunca cruzó el Umbral. Sabe que los días y los años han pasado, ha visto a sus propios familiares cruzar; ha visto incluso al hombre por el que lo dejó… aunque ahora ya no lo recuerda. Ni a sus familiares.

En algún momento logró escuchar que Jacinto todavía ronda por los pasillos de Lecumberri, preguntando desconsolado "si vino Amelia" a la visita conyugal de los viernes, con la que nunca le cumplió. Hoy es ese día en que todos los que han cruzado van de regreso para una visita rápida. Ella daría cualquier cosa por poder cruzar para allá, y poder traerlo consigo para que los dos puedan estar en paz del otro lado del Umbral.

La boca le desapareció hace como sesenta años, pero antes de eso y de perder la memoria se hizo de algún "recadero" al cual pedirle que buscara a su marido. Ahora que no puede hablar, si pasa alguno de los conocidos a los que pide información solo les puede dirigir una mirada vacía. Ya tampoco puede mover los brazos para llamar su atención. Por fin pasa por el Umbral uno de ellos, uno de los que recuerda.

"No, Amelia, no sé nada", le dice fastidiado. "Es más, ya ni siquiera paso por ahí, mi gente se fue de la ciudad".
"No, Amelia, ya no tengo a qué cruzar", dice otro.
"No, Amelia, ya no quiero volver ahí"
"No, Amelia, no lo he visto".
"No, Amelia"
"No".

Y con cada no, ella va perdiendo más y más la esperanza. Ese día, pasa una mujer por el Umbral. Una mujer altiva de buena familia. Su mirada soberbia despierta una emoción extraña y desagradable en el hueco pecho de Amelia, fallido esbozo de un recuerdo cruel y culpable.

Julio pasa cerca de ella. Le aterroriza, pero muy en el fondo siente lástima por esos dedos grises enterrados en el suelo. Esa desconocida es la única que le recuerda que Los Que Se Quedan (como les llaman todos los demás) en algún momento fueron humanos. No sabe porqué, pero es la única que le despierta sentimientos distintos al horror.

"¿A ella que le pasó?" se le ocurre preguntar por fin a sus compañeros, pero tanto Manuel como Rockdrigo se encogen de hombros.
"¿Ramón tampoco sabe?" pregunta el periodista.
"¿Es una mujer?" pregunta el rupestre. Por fin, un hombre de edad, uniformado de gris, le explica quién es ella.
"Era la esposa del Venado", dice pausadamente. "Ella y el amante le robaron a una señora rica y la destrozaron a martillazos. Y el esposo se echó los cargos al cuello para salvarla".
"¿Y que hace ahí?"
"Pagar. Pero siempre manda a buscar al marido. Claro que nadie le hace caso, y se lo tiene merecido. Lástima por El Venado, se quedó esperándola en Lecumbérri".

El viejo se va, y sus amigos adelantan, pero Julio se detiene. Se acerca vacilante a la desconocida, que le dirige una mirada vacía.

Se miran sin decir nada, hasta que Ramón aparece junto a un muchacho que usa un guante blanco y le hace una seña para que avance.


Amelia lo sigue con la mirada hasta que desaparece tras la bruma del Umbral…

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sábado, 10 de octubre de 2015

El Trajín del Mictlán (Parte 2)

Aquí la parte 2 del Trajín, la próxima semana tendremos la esperada parte 3.


Parte 2: Ramón

"Ah, no. Yo con multitudes no quiero nada", protesta Ramón, apartándose de los compañeros del edificio caído. "Te alcanzo después, Julio".

Los flashazos de un rojo amanecer atormentan a Ramón mientras se aleja de Julio y sus viejos vecinos. Conforme avanza, alcanza a ver otras caras conocidas. Se encuentra muy pronto con algunos de sus alumnos.

"Que carita, profe…" le oye decir a alguno. Otro pregunta:
"¿Este año si viene?"
"Estoy aquí, ¿no?" contesta riendo. Pero por dentro sabe que son mentiras.

Mentiroso hasta la muerte. Ramón no tenía familia. Deliberadamente lo habían olvidado cuando lo vieron entre los marchantes del Zócalo.

Su papá había sido político. A su mamá ni la conoció, se peló con un francés después de que Ramón nació, de modo que fue criado en Chapultepec por muchas nanas y una madrastra apenas mayor que él. A veces le daba por buscar a la desconocida progenitora entre los que llegaban por el Umbral.

Cuando se decidió por la docencia, tuvo un apoyo muy superficial. A su padre le hubiera gustado más verle entre los curules, pero tampoco le puso muchos peros. Le dio dinero, le compró los libros y le dejó el coche. Y que hiciera su real gana.

Ramón fue un estudiante destacado, y casi al salir de la fiesta de graduación entró a trabajar. Nunca se sintió muy cómodo en las flamantes escuelas privadas donde el apellido le abría las puertas, ese apellido que, una vez tras el umbral, se le olvidó por completo como a todos -lo que fue como quitarse de encima una cobija empapada. Buscó plaza en escuelas públicas, la consiguió en una vocacional del Poli; llegó a cubrir turnos nocturnos. Amaba lo que hacía y sus alumnos lo adoraban.

Los mismos alumnos que ahora lo seguían como patitos en el camino de regreso. Ramón se siente culpable al verlos y mirar su perenne juventud, congelada en la eternidad. Son la única familia que posee y todos están ahí. Algunos de ellos no cruzaron a su lado, llegaron antes o después, víctimas de los alucinógenos con los que la época se aliviaba las heridas de Vietnam, del Halconazo, de las revueltas, de los regímenes que poco a poco fueron cayendo.

Pero siempre, al pasar el Umbral, lo primero que hacen es preguntar por el profe Ramón.

Sólo uno de los muchachos no lo busca nunca. Pero todos los años Ramón lo ve desde lejos, en el Umbral.

Sus demás alumnos lo detestan. No se supone que sea así de ese lado del Umbral, pero no lo soportan. Ese muchacho está marcado por la tragedia de la peor manera posible: lleva en la mano derecha un guante blanco.

Por primera vez, decide hablarle. Todos protestan con rabia cuando Ramón se dirige al paria. Le gritan palabras horrendas, pero Ramón los hace callar. Les indica que sigan adelante sin él, y ellos obedecen.

"¿Cuando pasó?" le pregunta. El joven del Batallón Olimpia mira culpable a su profesor.
"Cuando levantaron los cuerpos", dice, con un hilito de voz. "No aguanté, profe. Aún no puedo con la culpa… "
"Sabes que yo no tengo nada contra ti, ¿verdad?"
"Debería", dice el muchacho, rompiendo en llanto. "Yo le disparé".

Ramón siente un hueco por dentro. No esperaba una confesión de ese tamaño. Pero el muchacho arrepentido tampoco se espera lo que sigue.

El profe Ramón lo abraza.

"No tengo nada contra tí. Vamos".

Reconciliados, maestro y alumno se dirigen de vuelta hacia el grupo de compañeros que los miran en silencio. Y hasta que se integran, la marcha continúa.


Julio mira de lejos a su amigo, y sonríe. Si todos son felices, él también lo es.
Grabado de Guadalupe Posadas
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domingo, 4 de octubre de 2015

El Trajín del Mictlán (Parte 1)

Luego de otra larga ausencia, les traigo aquí uno de mis grandes orgullos: esta novela corta vio la luz por primera vez en octubre del año pasado, consta de 4 partes y está inspirada en esta época tan llena de significado para muchos de nosotros. Espero la disfruten y se piquen, porque la próxima semana sale el capítulo 2.

(Publicación original: 24 de octubre de 2014)


Parte 1: Julio

"¿Hace cuanto que no se ven?"
"Como 29 años"
"¿Desde el terremoto?"
"Mas o menos"

Julio se prepara como muchos otros para visitar a sus seres queridos. Es esa fecha especial de todos los años en que le está permitido regresar. Mientras, platica con otro como él, Ramón.

"¿Tú desde cuando no los ves?"
"Uuuuff… unos 46 años"
"¿Tlatelolco?"
"Ya ni me recuerdes" dice Ramón con amargura.

Julio y Ramón son afortunados. Hay muchos otros que desde hace años no tienen a nadie del otro lado; heridos por el olvido se quedan, y con el pasar del tiempo se desvanecen como un sueño.

"¿Y a quién extrañas más?" pregunta curioso Ramón.
"A mi esposa" contesta el interpelado. "Ay, mi Rosita… hace unas enchiladas deliciosas, ¿Porqué no vienes a mi casa? De seguro ya las tiene listas".
"Sólo un rato, tengo mucho camino que recorrer este año".
"¿Hijos?"
"Y nietos. Hartos nietos".

En el camino hay muchas caras nuevas. No todas son gratas de ver; de algunos Julio no sabe todavía si darles la bienvenida o el pésame. Así pasó con él cuando llegó. Se le quedaron mirando con cierto horror, con mucha pena. Sabe que de todos modos las cosas se van a componer para ellos y sus familias, pero de todos modos la visión de estos nuevos compañeros de trajín no es nada agradable.

Además, podría ser peor. Podría haberse quedado penando del otro lado, sin conseguir cruzar. Como la mayoría de sus vecinos. Por historias y leyendas que le contaban, sabía que muchos no se quedaban sólo penando y lamentándose: los hay tan resentidos que intentan llevarse a otros. Sobretodo los que se quedaban a perseguir a sus propios familiares.
Ramón le había enseñado a reconocerlos: son los que se quedan en el Umbral. Podrían pasar pero no lo hacen, pero eso sí, cada tanto traen a alguien nuevo y sí lo hacen pasar. Y con cada visita se ponen más feos: las caras se estiran, o se arrugan. A veces incluso se borran. La piel se les hace gris y los ojos se van poniendo negros o blancos. Esos en especial le dan escalofríos a Julio, y no solo a él.

"Sólo no los peles" le había dicho Ramón. "A nadie le caen bien. Solo se quedan a hacer destrozos".
"¿Y siempre están ahí?" le pregunta Julio, mientras uno de ellos lo mira de lejos, con su mirada vacía.
"Creo que se van cuando el último de los suyos pasa el Umbral" le responde Ramón. "No sé si los dejan pasar o si solo se desaparecen. Lo que sí es que en algún punto se van".

Julio se estremece incómodo. Prefiere pensar en Rosita. En que bendito sea el Señor, ella está allá, y tuvo el buen tino de mudarse a Querétaro después del terremoto. Está a salvo, tranquila. Esperándolo. Su hija se llama como ella. Y lo último que supo es que la hija de su hija también heredaba el nombre. Siempre recuerda su "jardín de Rosas", su jardín de amor que lo espera todos los años. Las extraña. Y las enchiladas también, claro.

Julio era maestro antes del terremoto. Probablemente por eso él y Ramón se caen tan bien. Rosita no estaba cuando pasó, se había ido a visitar a sus papás a Silao, con la niña. A veces -lo que lo hace sentir culpable- Julio desearía que ellas hubieran estado con él, para no irse tan solo y ya no tener que regresar todos los años.

Aunque no se fue solo del todo. Tenía un vecinito periodista que se llamaba Manuel y que trabajaba en La Jornada. Apasionado de Truman Capote, tanto que cuando Julio osó pedirle prestado uno de sus libros Manuel pegó el grito en el cielo. Nel. Mangos. No quiero. Y no se volvió a hablar del asunto.

Se ayudaron a salir solos de los escombros del edificio Nuevo León. Todavía Manuel se quiso regresar por la grabadora y la cámara, que tenía que cubrir la nota, que era la nota del siglo, que…

"Que no, Manuel, ya vámonos" le dijo Julio, acongojado, gritando por encima de las sirenas. "Ya no hay nada que hacer".
"Bueno ya, ahí muere". Ni de sus libros se acordó.
Un chiste muy atinado. "Ahí muere". Ahora, Manuel se les pega a los viajeros. Lo están esperando en la oficina. Va a haber fiesta, y "La Tambora" no puede faltar, aunque no sea de cuerpo presente. Por alguna parte llega un olorcillo de mota: ahí viene Rockdrigo, a quien le tocara también el mal despertar del 19 de septiembre en la calle de Bruselas.

"Ah, no. Yo con multitudes no quiero nada", protesta Ramón.

Continuará...

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Grettel

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