Aceptó casarse con un hombre con barbas tan grises que pasaban por cerúleas para salvar a su familia de la ruina, pese a las advertencias de hermanas y hermanos que la amaban más que todo en el mundo. Pese al padre viudo para quien entregarla en el altar fue como si le apuñalasen el corazón, porque sabía que igual que a las otras siete antes que ella nunca más la volvería a ver.
Y dicho y hecho. Las rentas de la dote solo llegaban a su familia mientras ella se portara bien y dejara de intentar escapar de su prisión de alabastro y oro. Tenía joyas y sedas, pero no la libertad de verles otra vez. Se había casado con un ogro que la arrastraba del cabello por la mansión si tenía un mal día, y si tenía uno bueno con insultarla tenía. El acabose fue cuando intentó que una sirvienta enviase a escondidas una carta para su familia. Ni siquiera era un grito de auxilio, solo buscaba calmarlos y mentir con su bienestar para que no sufrieran, pero no contó con que la mucama le tuviera aún más miedo a su señor que respeto a ella y se la entregase en la mano. Ni siquiera la leyó. El mero hecho de haberse comunicado era suficiente rebeldía, y su cólera se combinó con su fuerza. Sólo terminó cuando la respiración de ella se tornó tan débil que ya no la percibía, y de inmediato ordenó que fuese puesta con las otras.
Para cuando despertó, ya estaba metida en la temible cripta oculta en el jardín, donde las otras siete esposas habían terminado, sus ataúdes podridos acumulándose como cajas de joyería olvidadas. De puro milagro el suyo sólo había sido puesto en el suelo sin ceremonia alguna, de modo que sus escasas fuerzas bastaron para abrirlo y salir a aporrear la puerta de hierro y gritar. En esa época se colocaban campanitas de cobre por fuera de las tumbas, para que si una desgracia similar ocurriera pudiesen ser sonadas desde adentro. Cuando su voz ya no dio para más, siete campanitas empolvadas repiquetearon una tras otra, hasta caerse de lo viejas. El súbito reventar de las cuerdas en sus mecanismos se sentían como una bofetada más de ese horrible viejo, burlándose sin presencia de aquella desdichada sobreviviente de su crueldad.
Para bien o para mal, sólo los muertos la oyeron esa noche. De otro modo, no habría podido salir. Arañada hasta la sangre, la puerta de hierro por fin fue abierta, y una bestia diferente le tendió la mano y se la llevó para siempre de ahí.
Si el primero era un monstruo azul que caminaba impunemente entre humanos, este tenía ojos tan rojos como el mar de rosas que crecía alrededor de su mansión, en una isla protegida por costas rocosas y mareas bravas. No salía de día, y a veces su cuerpo cambiaba de una manera grotesca que hubiera hecho correr a cualquiera; y sin embargo ella nunca pensó que volvería a sentirse a salvo al lado de tal criatura. Por supuesto dada la noticia de su primera muerte no pudo volver a estar con su familia, pero este nuevo señor la llevaba a verlos desde las ventanas de la decaída casa señorial que la había visto crecer. La llevó a despedirse de su padre en el tálamo cuando nadie veía, y en la seguridad de su pequeño castillo isleño la colmó no sólo de lujos sino de las más gentiles atenciones, entre ellas presenciar el sangriento final de quien se creyese su verdugo.
Ella de a poco se acostumbró a dormir las horas de luz para así pasar las noches a su lado. Él le hablaba de su pasado, uno tan lejano que los ancestros de ella ni siquiera habían nacido entonces. Se mostró a ella en todo su ser, con alas y garras, sin la belleza falsa de su
depredadora especie, y ella aprendió a amar y domar cada faceta, tanto como para decidir unirse a él en esa naturaleza oscura y feroz que volaba suave bajo la luna y parecía no temerle a nada.
A nada salvo al sol. A nada salvo a la pestilencia del acónito. A nada, salvo al insoportable repiqueteo de las campanitas de cobre, que la persiguió para siempre en sus pesadillas y que la hacía huir en un enjambre de polillas asustadas cuando el sonido la sorprendía en las rondas nocturnas, cuando señor y señora se alimentaban de los corazones más oscuros, como ángeles negros que cumplían justicia ahí donde la ley de los hombres no servía para nada.
Fueron felices durante siglos. Volando sobre la bruma y bajo la noche, bailando entre el aroma de las rosas, protegidos del mundo por el mar y las leyendas. Envejeciendo sin envejecer entre antigüayas, hasta que extrañaron la única dicha que la eternidad les negaba, y que en el más reciente aniversario de su desentierro él quiso cumplir para ella.
El mundo de afuera era víctima de una de muchas pestes. Para él fue como cortar una rosa fresca antes de que el resto del rosal podrido se llevase también ese inocente retoño aún saludable. Lo llevó para ella, y ella lo estrechó contra su inerte pecho regalándose los latidos de ese tierno corazón por un momento. Un pequeño sol de medianoche para iluminar sus noches mientras crecía. Pero el pequeño sol no podía quedarse solo, y llevarlo con ellos estaba fuera de discusión como descubrieron en cuanto pasó la euforia del capricho, y decidieron turnarse las noches para cazar.
En su primera noche solo, después de varios siglos, él se fue para no volver.
Cuando ella por fin lo encontró, después de esperarlo y salir a buscarlo con el pequeño sol en brazos, encontró una sepultura hechiza y el cuerpo de su amor despedazado, con la cabeza cercenada y la boca llena de ajos. Sus gritos de dolor y rabia se escucharon hasta el último confín de esas tierras desde ese instante maldecidas.
En los siguientes años, un esquife apareció en el muelle, ofreciendo trabajo en una pequeña isla que hasta entonces se creía deshabitada. Quien iba volvía una vez para hablar maravillas del islote, su rica mansión y su hermosa señora, pero después no volvía al puerto jamás. A la par, el inquietante sonido de campanitas de cobre poblaba las pesadillas de los lugareños, siendo inequívoca señal de la visita de lo que los niños llamaban un hada negra, y los sobrevivientes un súcubo mortal.
Ajeno, un niño crecía y jugaba en los pasillos y jardines de la mansión, felizmente acompañado de aquella madre ladrona que se escondía del sol y le contaba historias de amor con el padre misterioso del que sólo conoció su cabeza -amorosamente conservada en una campana de cristal y oro- y que lo colmaba de besos tan fríos como el rocío de la mañana en las rosas del jardín. Tenía prohibido acercarse a los sirvientes, después de todo ninguno duraba más de un mes antes de irse a dormir a las raíces del rosal, o convertirse en inertes sirenas que se hundían en el mar con sus colas de piedra en las noches de tormenta. Cuando creció, ella lo llevó en sus vuelos tomado de la mano para no perderlo en la bruma, y le enseñaba cómo en un futuro, cuando fuera tan fuerte como sus padres, se alimentaría de los corazones de los malos del mundo, y les haría temer al silencio y a las sombras.
Pero los malos del mundo no se quedaron de brazos cruzados, y la llegada de un barco con velas negras como las almas a bordo respondió a sus plegarias. Filibusteros, mercenarios sucios con filos por manos y pistolas humeantes y ruidosas, que cobraron hasta los ojos por sus servicios y por permitir a un contingente abordar su barco con estacas, ajos y antorchas.
Desembarcaron de día y atacaron incendiando el jardín, despedazando cuerpos de quienes en vida fueron seres amados y ahora eran sospechosos de necromancia, aunque no se movieran. Rematando sobrevivientes con la excusa de salvar sus almas posesas. Ella despertó con los gritos y aterrada huyó al sótano del castillo con su tesoro vivo y la amada cabeza de su señor.
Sabía que no iba a sobrevivir. Pero su venganza apenas comenzaba.
"Esta noche", le dijo, "te arrebatan a tu madre. Y ahora tú les arrebatarás a sus hijos".
Le dio los últimos besos que él sentiría en su vida, antes de darle un último beso en el cuello que le diera las alas que en otro tiempo ella recibiera.
Y luego cerró el sótano para arrojarse a la muerte y llevarse con ella a todos los que pudiera al infierno.
Lunas después, la isla y su masacre fueron olvidadas por los adultos.
Pero años después, los niños escucharon el cuento del hada negra y sus campanitas entre sueños.
Y el terror que los adultos creyeron vencido volvió para no marcharse nunca jamás.
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