miércoles, 26 de diciembre de 2018

Calcetines rojos

Por hoy sólo publicaré algo del cajón... literalmente.


Recomendación musical: 

*Baby it's cold outside - Esther Williams & Ricardo Montalban 
*Ev'ry time we say goodbye - Ray Charles
* Júrame - María Grever

Картинка с тегом «winter, socks, and coffee»
...cuando Pinterest te falla...
Todos los inviernos, antes de dormir y sin falta, ella se ponía esos calcetines rojos de lana. Le parecían espantosos, tenían franjas cafés y anaranjadas y una fea flor de color azul en el costado, un desbarajuste de colores imposible de mirar fijamente. Pero si había algo que odiaba más que usarlos era despertarlo con el contacto de sus pies fríos.

Aquellos atroces calcetines habían sido un infortunado regalo de su primera navidad casados, embalados en la caja de un perfume carísimo que ella había mirado casi con lujuria, por meses, en la luna de una tienda de artículos finos. A él le había parecido una excelente broma, pero a ella no le hubiera importado arrojárselos a la cara -con todo y caja- de no estar frente a sus suegros.

Los calcetines se quedaron en el fondo de un cajón. Ni siquiera los desenrrolló para verlos, sólo no quería verlos o sentía que pelearía con él de nuevo por culpa de ellos. Pero las peleas llegaron con o sin ese par de horrores de lana.

Él tenía la manía de dejar todo en el suelo, desde ropa hasta trastes sucios. Ella tenía la manía de caminar descalza hasta en casa ajena -si tenía la oportunidad. Y un día, ella pisó con el pie descalzo un tenedor que él dejó tirado. Tuvieron que correr al hospital. Bueno, él con ella en brazos. Veinte puntadas y muletas por dos semanas, tuvo suerte de no infectarse ni de lastimar nervios. Pero cuando él llegó al hospital al día siguiente de la emergencia, con la muda de ropa, todo se fue al carajo: en lugar de zapatos, le había traído aquellos horribles calcetines.

Fue como encender la mecha de una bomba rezagada. Le gritó como si no hubiera un mañana, le echó la culpa de todo lo que se le ocurrió -y hasta de lo que aún no pasaba- para finalmente echarlo de la habitación. Y de la casa. Desgraciadamente para ambos, el orgullo era una de esas cosas que tenían en común, y así él empacó una maleta y se plantó en el sillón de un amigo.

Pasaron meses. Los amigos en común que iban a ayudarla con las tareas del hogar, procuraban no hablar de él dado que ella enseguida ensombrecía el semblante y se iba -para que nadie viera cómo se le descomponía la expresión en la más solitaria de las tristezas. O hablar de ella frente a él, para no tener que ver cómo fingía a voz en cuello que ya no le importaba, mientras se ponía pálido y la sonrisa le temblaba y preguntaba con los ojos cómo estaba ella. Siguieron sin hablarse, mientras la casa se enfriaba alrededor de ella y el sillón -y la estadía- cada vez se volvía más incómodo para él.

El verano y el otoño se pasaron a cuentagotas, y finalmente llegó el invierno. Un invierno que trajo consigo la descompostura de la calefacción y la lavadora, seguido, la mañana antes de Navidad, de un tormentón que terminó por derribar un poste de luz. Ni loca iba a lavar a mano con el frío y la nieve; pero cuando se asomó al cajón sólo encontró los calcetines rojos.

Sintió rabia contra él y contra sí misma. Contra él, por haberse ido, por dejarla con las descomposturas y por no hablarle. Y consigo por... bueno, por todo. Por haberlo echado en primer lugar. Sintió una punzada al tomar aquellos calcetines feos y desenrrollarlos por primera vez en casi un año. Pero entonces, escuchó algo caer. Algo pequeño y metálico.

Persiguió el sonido hasta que se extinguió bajo la cama; tuvo que tantear un rato hasta que por fin dio con un pequeño objeto de forma inconfundible, y cuando al fin lo vio, el mundo se le vino encima.

Era la sortija. Esa que él le había mostrado en el escaparate de una joyería cuando le propuso matrimonio, sólo mostrado porque mientras fueron novios no tenían ni donde caerse muertos. Ésa del gran diamante ovalado, escoltado por dos pequeñas y relucientes aguamarinas, que se convirtió en el símbolo de aquella felicidad que se habían prometido construir, desde los votos en el altar, en una ceremonia tan pequeña que sólo habían podido invitar a sus respectivos padres y hermanos. Esa que, finalmente, él había podido comprarle, pero sólo ahora que él ya no estaba, lo había descubierto...

Se resistió a llorar, se puso los malditos calcetines, botas y el primer abrigo que encontró -que en realidad era una chamarra de él- y dejando el anillo sobre la mesita de noche salió corriendo a por el coche, azotando la puerta al salir. Había sido una estúpida, y no iba a perderlo por haber sido una estúpida. Tenía que bajarse de su orgullo, necesitaba verlo, abrazarlo, pedirle perdón. El auto dio batalla para encender, pero finalmente -patadas y palabrotas después- logró que respondiera y una vez en el camino pisó el acelerador a fondo... para quedar atrapada en el hielo y patinar hasta atascarse en un cerro de nieve sucia. Y luego ya no quiso arrancar.

Se tiró al llanto sobre el volante, furiosa, aterrada, destrozada. No sólo perdería al amor de su vida por un pleito absurdo, ahora encima se iba a morir congelada, atrapada en un auto que no servía,  en medio de la oscuridad y la nieve. Lloró hasta quedarse dormida, mientras la nieve seguía cayendo...

Unos golpecitos en la ventana la despertaron a tiempo. Le dolían los ojos de tanto llorar, y tuvo que limpiar el vidrio para poder ver quién había tocado.

Y ahí estaba él. Abrigado hasta las orejas, con la angustia grabada a fuego en la cara. Harto de su propio orgullo, había ido a buscarla para pedirle perdón, para pedirle que lo dejara volver a su casa y a su vida, encontrando la casa vacía y a pocos metros, el coche enterrado en nieve. Los peores escenarios le habían oprimido el corazón en segundos, hasta que vio que ella despertaba. Ambos sintieron que el corazón se les saldría, cuando ella quitó el seguro del auto. Pero no pudo abrir la puerta, había estado al menos tres horas bajo la nevada y la nieve estancaba la puerta. Mientras ella empujaba, él quitó la nieve desesperado, ansiando verla, abrazarla de nuevo. Finalmente, la puerta pudo abrir un resquicio, lo suficiente para que él metiera la mano y tirara con fuerza, mientras ella se le arrojaba al cuello, en un abrazo que los tiró a ambos sobre el resbaloso hielo, entre disculpas, lágrimas y besos.

En cuanto lograron levantarse sin perder el equilibrio, volvieron a la casa a pie (el coche no se movería, eso seguro) se quitaron los zapatos y encendieron la chimenea. Se trajeron las cobijas de la cama y se recostaron junto al fuego, sin decir nada, sólo disfrutando el primer silencio juntos desde aquella nefasta pelea a gritos. Ni siquiera él dijo nada cuando notó los calcetines rojos. Sólo sonrió y la abrazó con más ganas, aspirando profundamente el olor de su cabello. Y el tema no se tocó hasta el día siguiente, la mañana de Navidad. 

Sería iluso pensar que después de ese invierno no volvieron a pelear. Hubo muchos pleitos en muchos años, pero ninguno como aquel. Y cuando comenzaban de nuevo a discutir, recordaban aquel año tan frío y solo, y sabiendo que no estaban dispuestos a separarse así de nuevo, hallaban el modo de volver a hablar, o de estar en silencio y paz.

Los tiempos de bonanza fueron y vinieron. Llegaron los hijos, uno de ellos perdió la legendaria sortija de matrimonio y la volvieron a encontrar mucho tiempo después. Pero los calcetines se quedaron, remendados una y mil veces, y los niños amaban oír, una y otra vez, su curiosa historia. 

Y ella sin falta, y a pesar de que aún los encontraba horribles, los usaba cada invierno. 

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