Es muy difícil describir los síntomas de las enfermedades del alma. Cuando tu cuerpo se enferma, no es tan complicado decir: "Me duele aquí","siento rasposa la garganta", "me siento mareado". Estamos acostumbrados a explicar dolores físicos, todo el mundo ha pasado al menos una vez por una gripe o se ha cortado con papel o algo similar.
Cuando te enfermas del alma, ni siquiera tú lo sabes. Al contrario de un mal físico, nadie tiene los mismos síntomas que su prójimo, aún cuando la dolencia sea la misma. Y al menos en mi caso, no logras describir los síntomas hasta que ya se te pasaron, o cuando al menos ya su azote está más o menos mermado. Uno se queda atrapado en el segundo en el que la "dolencia" se adueñó de su persona, por más que vea los días pasar o espere hasta después de la medianoche para poder dormir en paz, luego de cerciorarse de que sigue con vida y que el mundo sigue en su lugar.
Me quedé atrapada en un punto muerto, entre el pasado y el futuro, que sin embargo tampoco era el presente. No lograba pensar en mi pasado sin contaminarlo de miedo y no podía visualizar un futuro libre de tragedias. Ahora soy capaz de volver al aquí y ahora, pero confieso que todavía algunos de esos pensamientos de pánico siguen intentando taladrarme el cerebro. Ni siquiera vienen de ningún lado, sólo se quedaron rezagados y se niegan a irse, como el cochambre viejo de la estufa. Aunado a eso, sentía que si algo en mi entorno se movía un poco se desequilibraría el mundo (sólo así lo puedo describir) o que si yo me movía de mi lugar desencadenaría una tragedia contra mis seres amados. Tenía un miedo a dañar insoportable. Siempre lo he tenido en realidad, pero debido al colapso se magnificó a niveles absurdos.
A veces imagino a la Soldado enfrentarse a ellos. Suelen imitar su forma, pero en lugar de verse como una hermosa guerrera de armadura azul, se ven como una versión monstruosa y herida de mí. Una y otra vez se baten en retirada, para regresar al día siguiente. Ella les da batalla sin cansarse ni ensuciar su armadura; en su lugar yo me muero de cansancio. Porque de todos modos, ella es yo. Aunque sé que al final volveré a ganar y volverán al sórdido rincón de olvido al que pertenecen, y a pesar de que llevo ya considerable ventaja, la verdad es que hay momentos en los que no sé de dónde saco fuerzas.
Las pesadillas terminaron por fin, el problema son -aún- mis horas conscientes. La primera vez que ocurrió, mi único consuelo era recostarme en el suelo hasta que más o menos se pasara. Conservo esta práctica, pero sólo al alcanzar puntos álgidos y cuando no supone un problema para mí o los demás. Imagino que dicho remedio está inconscientemente ligado a la conexión que como seres vivos, tenemos con la tierra. Hace mucho que no me he dado el lujo de recostarme sobre el pasto fresco, que de alguna manera es lo que mi cuerpo y mente piden a gritos en estos días oscuros.
Por lo pronto, me refugio en mi familia. En el amor. En las hojas de un colega -Ruíz Zafón- para rescatar las pasiones que emprendieron fuga al iniciar esta guerra contra mi parte más oscura. Retomo con tiento la vida común, que no normal -qué flojera ser normal, diría mi Hombre Ilustrado. Me curo con música y silencios, y me armo de valor todos los días para seguir ganando terreno a esa "dolencia" que hace que mi alma duela y mi mente se agote.
Porque lo malo, aunque parezca más fuerte que nosotros, está siempre destinado a fenecer.
Cuentos, poemas, pensamientos poco ortodoxos y sirenas. Soy una escritora que se inyecta imaginación para no morir de realidad.
viernes, 18 de noviembre de 2016
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