Te
dijeron todo el tiempo que no fueras a esa casa. Una y otra vez te
hicieron advertencias y amenazas: no hay nadie ahí, la dueña estaba
vieja y
loca, se la comieron sus gatos; es un lugar peligroso y te puede
pasar algo -no importa qué, pero algo malo. Absurdo, pero por mucho
tiempo había surtido su efecto en el nervio de tus miedos.
Ahora,
la rebeldía es una dama seductora, y no te resistes a echar un
vistazo a esa casa semidestruida. Después de todo, eres joven y
fuerte, y por lo menos crees que eres inteligente. Nada podría
detenerte.
A
pesar de ser mediodía, sigue siendo un lugar espeluznante de ver.
Dos pisos de madera semipodrida, con las ventanas rotas y la
pintura levantada; el techo casi sin tejas. Alrededor, maleza y
hierbajos creciendo sin control. Ninguna reja separa el caótico
conjunto del resto del mundo, del resto de las casas que se
encuentran en mucho mejor estado.
Por
toda la maleza, hay gatos. Restregándose en la hierba, en el éxtasis
de la nébeda, o sentados sin mover un solo pelo, contemplándote.
Esos gatos son lo que de verdad te pone los pelos de punta. Sus
extraños ojos amarillos siguen tus movimientos sin desviar la mirada
ni un segundo, te ven cruzar el paso pavimentado, polvoriento y cubierto de hojas secas, hasta la entrada. Te toma un minuto apenas, un minuto que esas miradas amarillas hacen sentir eterno. En un intento por ignorarlos, tanteas el marco de la
puerta en busca de una llave. Pronto das con ella, y volteas a ver a
los gatos con una mirada de triunfo, mientras accionas la cerradura y
abres la puerta.
Uno
de los gatos te sonríe. El conocimiento de que eso es una sonrisa te
congela la sangre en las venas, así que entras rápidamente para no
enfrentarla.
Si
el exterior es desagradable, el interior es la clara ilustración de
la ruina. Nada más entrar, tu sentido del olfato recibe un golpe
directo: la casa entera huele a orina y descomposición. Los muebles
están arañados y rotos, así como varios objetos que en algún
punto pertenecieron a las repisas. Polvo, tierra, basura, las paredes
mohosas y con el tapiz hecho garras. Hay vidrios de ventana por todo
el piso, pero a pesar de que nada las obstruye,
apenas entra un rayo de luz por ellas.
A
cada paso aplastas pequeños esqueletos y cadáveres mordisqueados de
pájaros, lagartijas, y otras alimañas. Incluso cadáveres de otros
gatos. Uno de ellos, el que se ve mas reciente, quedó hecho un
ovillo en un sillón de destruido terciopelo, como si la muerte le
hubiera llegado durante el sueño.
A
donde miras, las imágenes son cada una más nauseabunda que la otra.
La verdad te quieres ir, pero la curiosidad por ver hasta el último
rincón de ese apestoso mausoleo es mucho más fuerte, y decides
continuar. Luego de inspeccionar a fondo el primer piso y confirmar
que todo está igual de podrido, subes las escaleras de caracol. Los
escalones crujen y gimen a tu paso, y ves asomarse desde el piso de
arriba más ojos amarillos que te miran con clara expectativa.
Por
mirarlos, no reparas a tiempo en el escalón partido donde te apoyas,
justo a la mitad del camino. La tabla se rompe bajo tu pie,
despidiendo un olor fétido y hundiéndote hasta la rodilla. Cuando
sacas la pierna, encuentras en el hueco oscuro otro par de
refulgentes ojos felinos que te observan.
Quieren enloquecerte. Lo sabes. Y tú quieres
huir, pero te niegas a que te tomen por cobarde, y te sobrepones al
sentido común. Y corres escaleras arriba.
Al
abrirlos, todos los cuartos están vacíos a primera vista. Y todos
presentan el mismo lamentable estado del piso inferior, con el plus
de que bajo las camas orinadas y desde los armarios se abren más de
esos horribles ojos.
Escuchas
un rechinido, y un maullido ronco te hace voltear: el gato que te
sonrió en el jardín está ahí. Sentado, mirándote. Es un gato
blanco, precioso; el único con el pelaje bien cuidado. En otras
circunstancias le rascarías el mentón, pero ahora mismo, mientras
te mira como una esfinge y vuelve a sonreír, lo único que quieres
es que se aleje de tí.
Pero
el gato se levanta y camina hacia tí, acechándote como lo haría un
tigre. No sabes cómo, pero es consciente del horrible poder que
tiene sobre tu alma. Sabe que por más que lo desees, no puedes patearlo ni asustarlo.
Retrocedes andando de espaldas, con el corazón
latiendo y sudor frío corriéndote por el cuerpo. Cuando topas con
la pared, el gato se detiene, deja de mirarte y da la vuelta en el
pasillo, hacia la última puerta, la única que no está totalmente
cerrada. Entra a través de la abertura, sin apenas moverla.
De
pronto, escuchas un sonido espantoso, que proviene de esa misma
habitación. Una mezcla entre un maullido, un graznido y un grito
humano, que resuena potente en todo el pasillo y te eriza la piel y
los pelos de la nuca.
Un
torrente de maullidos llega detrás de tí, y de pronto todos los
gatos de la casa entran por el estrecho pasillo, arañándote la ropa
y mordiéndote las piernas en el camino. Algunos incluso se trepan a
tu espalda, clavándote sus garras. Te los arrancas como puedes,
sintiendo el agudo dolor de sus uñas destrozándote la piel, y los
arrojas lejos. A uno lo estrellas contra la puerta entreabierta, que
se abre con violencia, mostrando una oscuridad escalofriante, y solo
cuando la última cola crispada es tragada por la sombra te atreves a
entrar.
Y
ahí está. Tan irreal como su leyenda. Pero tan real...
Es
un ser inaudito. Toda su piel amarillenta está mordisqueada y
arañada; con varios pedazos ausentes. Sus orejas, que sobresalen
bajo sus largos, lacios y grasientos cabellos negros, tomaron una
forma puntiaguda y larga. Sus manos mordidas y flacas acaban en
garras filosas y asquerosas, de un color sucio y repugnante; su nariz
larga y respingada lo huele todo y se alza hacia el cielo para abarcar
cada nota de olor distinta del orín y la porquería habitual. Sus
delgados labios secos entreabiertos muestran dientes amarillos y
putrefactos. Todo su inmundo conjunto está envuelto en lo que antes
fuera un lujoso abrigo de piel, pero que ahora es un aún más
inmundo pelaje falso del color de la suciedad, con costras de
porquería y huesos de animales pequeños.
Los
gatos corren a su alrededor, trepándose por su falso pelaje, algunos
ronroneando y otros emitiendo el chillido ronco de los suyos. Varios
dejan a sus pies más ofrendas de pájaros muertos. Sobre su hombro,
el gato blanco te mira, ya sin sonreír.
Ella
reconoce al fin el olor extraño, y abre los ojos. Espantosos ojos
sin pestañas, ojos amarillos con las pupilas verticales. Horribles
ojos a los que sin embargo, no puedes dejar de ver. En su horror son
hipnóticos, y te han capturado.
De
su garganta emerge el grito-maullido de minutos antes. Tu piel se
eriza de nuevo y esta vez caes en la cuenta de que es demasiado tarde
para escuchar al sentido común: ese maullido infrahumano es más que
eso, es un grito de guerra...
Echas
a correr, perseguido por ellos. Con sus horribles maullidos detrás
de tí. Debes salir de ahí a toda costa. Bajas de dos en dos las
escaleras, olvidándote por completo del hueco que dejaste al subir.
Te atoras de nuevo y esta vez escuchas y sientes tus huesos tronarse
y desgarrar la piel de la pierna. El dolor, olor y sensación de tu
sangre borboteando termina con tu cordura, y tratas de levantarte y
huir, aunque sea a rastras. Pero tu lucha te arranca a tí y a tu
pierna fracturada del agujero, haciéndote estrellarte con el
barandal y hacerlo trizas también.
La
aparatosa caída te fractura la columna vertebral. Ahora yaces en el
suelo, sin poderte mover, con la cabeza girada hacia el sillón de
terciopelo donde yace el gato muerto.
Debajo del mismo ves algo que
antes no viste, y que ahora no es más que una advertencia tardía de
lo que te espera.
Y
entonces, sientes las patas sobre tí.
Tus
gritos no sobrepasan el jardín.
Los gatos, drogados de nébeda, dejan de retorcerse sobre el pastizal y entran a la casa relamiéndose los bigotes.
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