*ADVERTENCIA:
El siguiente artículo contiene lenguaje altisonante y opiniones
meramente personales. Recomiendo discreción.
Piensa
en tu maestro favorito, ya sea de primaria o de la carrera;
concéntrate en ése pedagogo que formó parte de lo que eres ahora.
El que te guió y enseñó todo lo que sabes, hasta los pequeños
trucos sucios para sobrevivir en este mundo descorazonado y poder
triunfar en eso que tanto te apasiona. Ahora imagina que te dan la
noticia de su muerte.
Y
ahora imagina que todo el mundo escupe sobre su tumba y hace mofa de
su memoria.
Esta
mañana, antes de partir a un empleo que no pega ni con quien soy ni
con lo que quiero -y por el cual no he podido escribir-, vi un video
de una reconocida periodista llorando la muerte de su mentor: Lolita
Ayala despidiendo a Jacobo Zabludovsky, durante la transmisión del 2
de julio.
Literalmente,
una Era terminó hace sólo dos días.
Nada
más bajar a los comentarios era un pandemonium: miles
y miles y miles de comentarios desde lo desgraciado hasta lo ojete,
de gente que de haber estado reunida en físico se habrían ido a
bailar sobre la tumba del periodista. Montones y montones de chairos
hipócritas hijos de la chingada que solo atinaron a decir: "UNA
RATA MENOS".
No
estoy contra la opinión pública. Pero menos aún la comparto. De
hecho, y en este caso particular, me parece aborrecible, sobretodo
porque antes que él partieron Julio Scherer y Vicente Leñero -que
cabe señalar, fueron los primeros periodistas liberales MUCHO ANTES
de la apoteósicamente sobrevalorada Aristégui- y a ellos,
ni para echarles un pinche pedo.
A
mí me consta de primera mano las muchas ataduras de la verdadera
"libertad de expresión": tener que dar la nota como te
ordenan, suprimir cosas y contar sólo un ángulo, a riesgo siempre
de ser despedido, y en casos extremos, asesinado. No aplaudo tampoco
a Zabludovsky por su silencio en temas tan polémicos como el Rojo
Amanecer, pero libremente expreso que en un país como el nuestro no
se puede hacer periodismo honorable, simplemente porque no se puede.
No
intento hacer de esto un artículo de polémica, ya estoy hasta la
madre de ello. Pero sí intento hacer reflexionar. En 70
años, generaciones enteras crecimos viéndolo en la pantalla,
escuchando su voz tranquila en la transmisión radial de la tarde, de
1 a 3. Fue el único en lograr entrevistar a Dalí. Enseñó a
generaciones de periodistas actuales y se ganó el respeto hasta de
sus competidores más férreos por su trabajo, por sus códigos, por su experiencia.
Hasta actor de doblaje resultó en
sus últimos años. Y todo el mundo -literalmente TODO EL MUNDO-
conoce o recuerda su crónica del Terremoto más terrorífico de la
historia nacional, en el cual vio morir a centenares de compañeros y
amigos como muchas otras personas. Humano al fin y al cabo.
Y
sin embargo, y sin haber cometido mayor crimen que la omisión
ordenada por el partido en turno, en solo dos días su memoria ha
sido mucho más insultada que la de cualquier asesino.
Un
hombre ha muerto. Un periodista ha apagado el micrófono. Un maestro
se ha ido. Y eso es lo único que al final debería importar.
Adiós,
señor Jacobo. Adiós, maestro.
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