jueves, 30 de marzo de 2023

Sin Título IV

El primer ataque de ansiedad que recuerdo me lo provocó una maestra a los ocho o nueve años. Por supuesto yo no lo sabía. Para mí la palabra "ansioso" significaba lo mismo que "emocionado", una connotación bastante más positiva que me hubiera gustado conservar tal cual. 

Esta maestra se encargó de que nunca más fuera así. Ni siquiera recuerdo su nombre, solo que me daba inglés y que era fea con ganas, de cara y de alma. Nunca nos dio una sola clase, en su lugar ocupaba su hora en la semana para leernos cosas que nos aterraran. No cuentos de terror, literalmente cosas aterradoras como teorías apocalípticas -las cuales aún me detonan- y notas sensacionalistas de las que te hacen sentir que no estás a salvo ni en tu propia cabeza, y hasta pasajes bíblicos que nos hicieran sentir que el diablo ya era dueño de nuestras almas -estoy casi segura de que se los inventaba. Qué clase de persona le enseña cosas así a niños de primaria, lo ignoro, pero se conserva en mi memoria como el segundo acto más cruel del que he sido víctima.

Recuerdo aún esa sensación de terror absoluto y sin sentido tras la primera "clase". Dudo que mis padres se dieran cuenta porque aún les cuesta. Recuerdo que me costaba mucho trabajo mover mi cuerpo para caminar o tomar cosas, y algo en mi cabeza -que desde entonces solo se esconde hasta que algo lo vuelve a detonar- me impedía expresar con palabras lo que me ocurría. Parte ignorancia de niña, parte terror de que si lo decía en voz alta se desencadenarían todos los horrores que esa maestra había insistido en leernos y todo lo que amaba se perdería por siempre. Creo que mis compañeros pasaron por lo mismo, porque esta situación duró tres o cuatro meses. Si hubo un valiente que lo pudo decir, tal vez no le creyeron.

Opté por salirme de sus clases con la excusa de ir al baño. Cuando no lograba hacerlo me tapaba los oídos de tal forma que su voz fuera solo un murmullo ahogado. No siempre servía. Creo que incluso hablaba más alto para asegurarse que ninguno de nosotros lograba escapar a su reinado de terror. 

Por esa época iniciaba la fiebre de Pókemon, y por supuesto que yo era parte de ello. Y como pasa con todo aquello que haga felices a los niños, no faltaron las señoras persinadas que lo acusaban de diabólico. Adivina quién era de estas. 

Y sin embargo, su intento de quitarnos lo único que unía a toda la primaria por igual fue lo que finalmente acabó con su dominio. El episodio de histeria colectiva con destrucción de tazos incluida (juro que llevó para la ocasión unas tijerotas de las que se usan para cortar el pollo y nos las dejó para romperlos)  y en mi caso particular rezos en llanto para salvar mi alma, fue demasiado grande para que pasara inadvertido por las maestras, y finalmente la corrieron. El resto del año tuvimos una maestra que tenía mucho trabajo por delante con los meses que perdimos, pero que se encargó de que la clase no nos volviera a causar ansiedad -aunque sí nos contara cuentos de terror los viernes.

Ahora puedo recordarlo y expresarlo, porque sólo ahora entiendo por lo que estaba pasando -y que no tenía porqué haberlo pasado. Sé que de ahí viene todo, y también sé que de ahí vienen los cambios súbitos y extraños que a fecha de hoy mi familia no ha podido entender. Nunca voy a entender sus motivos para provocar miedo en los niños que estaban bajo su cuidado, y espero que después de eso nunca volviera a ejercer. 

No sé si lo que hizo cuenta como maltrato psicológico, pero sí que dejó marcas que aún no se borran. Marcas que se convirtieron en fobia. En crisis que me roban el sueño por días y hasta por meses. En la imposibilidad de ver incluso ciertas películas aunque sepa que son ficción. En mordisquearme los dedos para intentar domar mi mente a las malas. En la inmediata reacción de salir corriendo cuando la conversación gira en un sentido catastrófico y sensacionalista que para algunos será tema de conversación, pero que para mi es volver a estar clavada en el pupitre, sudando frío y con las manos presionando con tanta fuerza sobre mis oídos que cuando los suelte van a dolerme. Eso cuando mi estómago no se encoge tan violentamente que tengo que correr al baño más cercano a vomitar.

Yo sé que no es normal. Se lo he contado a mis psicólogos cuando tengo la solvencia suficiente para atenderme. Si hubiera una cirugía para extirpar esos recuerdos y pensamientos para siempre, no me importaría quedarme en la calle con tal de pagarla. Tal vez por eso intento extirpar la desazón de hoy con esta entrada.

Ahora tengo armas que de niña no tenía. Tengo mis ejercicios, mi fe y mi meditación, y ahora tengo amigos y familia que me entienden y me apoyan. Incluso mis padres, aunque no lo entienden, están ahí para mí -no significa que me sea más fácil expresarlo cuando pasa, pero sí hace más fácil enfrentarlo. 

Y tal vez algún día, vencerlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Grettel

  - ¿Estás herido, terroncito? Sosteniendo una linterna de las antiguas de aceite y envuelta en un chal de color rosa, la mujer que se hab...