lunes, 24 de octubre de 2016

Prrr...

Te dijeron todo el tiempo que no fueras a esa casa. Una y otra vez te hicieron advertencias y amenazas: no hay nadie ahí, la dueña estaba vieja y loca, se la comieron sus gatos; es un lugar peligroso y te puede pasar algo -no importa qué, pero algo malo. Absurdo, pero por mucho tiempo había surtido su efecto en el nervio de tus miedos.

Ahora, la rebeldía es una dama seductora, y no te resistes a echar un vistazo a esa casa semidestruida. Después de todo, eres joven y fuerte, y por lo menos crees que eres inteligente. Nada podría detenerte.

A pesar de ser mediodía, sigue siendo un lugar espeluznante de ver. Dos pisos de madera semipodrida, con las ventanas rotas y la pintura levantada; el techo casi sin tejas. Alrededor, maleza y hierbajos creciendo sin control. Ninguna reja separa el caótico conjunto del resto del mundo, del resto de las casas que se encuentran en mucho mejor estado.

Por toda la maleza, hay gatos. Restregándose en la hierba, en el éxtasis de la nébeda, o sentados sin mover un solo pelo, contemplándote. Esos gatos son lo que de verdad te pone los pelos de punta. Sus extraños ojos amarillos siguen tus movimientos sin desviar la mirada ni un segundo, te ven cruzar el paso pavimentado, polvoriento y cubierto de hojas secas, hasta la entrada. Te toma un minuto apenas, un minuto que esas miradas amarillas hacen sentir eterno. En un intento por ignorarlos, tanteas el marco de la puerta en busca de una llave. Pronto das con ella, y volteas a ver a los gatos con una mirada de triunfo, mientras accionas la cerradura y abres la puerta.

Uno de los gatos te sonríe. El conocimiento de que eso es una sonrisa te congela la sangre en las venas, así que entras rápidamente para no enfrentarla.

Si el exterior es desagradable, el interior es la clara ilustración de la ruina. Nada más entrar, tu sentido del olfato recibe un golpe directo: la casa entera huele a orina y descomposición. Los muebles están arañados y rotos, así como varios objetos que en algún punto pertenecieron a las repisas. Polvo, tierra, basura, las paredes mohosas y con el tapiz hecho garras. Hay vidrios de ventana por todo el piso, pero a pesar de que nada las obstruye, apenas entra un rayo de luz por ellas.

A cada paso aplastas pequeños esqueletos y cadáveres mordisqueados de pájaros, lagartijas, y otras alimañas. Incluso cadáveres de otros gatos. Uno de ellos, el que se ve mas reciente, quedó hecho un ovillo en un sillón de destruido terciopelo, como si la muerte le hubiera llegado durante el sueño.

A donde miras, las imágenes son cada una más nauseabunda que la otra. La verdad te quieres ir, pero la curiosidad por ver hasta el último rincón de ese apestoso mausoleo es mucho más fuerte, y decides continuar. Luego de inspeccionar a fondo el primer piso y confirmar que todo está igual de podrido, subes las escaleras de caracol. Los escalones crujen y gimen a tu paso, y ves asomarse desde el piso de arriba más ojos amarillos que te miran con clara expectativa. 

Por mirarlos, no reparas a tiempo en el escalón partido donde te apoyas, justo a la mitad del camino. La tabla se rompe bajo tu pie, despidiendo un olor fétido y hundiéndote hasta la rodilla. Cuando sacas la pierna, encuentras en el hueco oscuro otro par de refulgentes ojos felinos que te observan.

Quieren enloquecerte. Lo sabes. Y tú quieres huir, pero te niegas a que te tomen por cobarde, y te sobrepones al sentido común. Y corres escaleras arriba.

Al abrirlos, todos los cuartos están vacíos a primera vista. Y todos presentan el mismo lamentable estado del piso inferior, con el plus de que bajo las camas orinadas y desde los armarios se abren más de esos horribles ojos.

Escuchas un rechinido, y un maullido ronco te hace voltear: el gato que te sonrió en el jardín está ahí. Sentado, mirándote. Es un gato blanco, precioso; el único con el pelaje bien cuidado. En otras circunstancias le rascarías el mentón, pero ahora mismo, mientras te mira como una esfinge y vuelve a sonreír, lo único que quieres es que se aleje de tí.

Pero el gato se levanta y camina hacia tí, acechándote como lo haría un tigre. No sabes cómo, pero es consciente del horrible poder que tiene sobre tu alma. Sabe que por más que lo desees, no puedes patearlo ni asustarlo. 

Retrocedes andando de espaldas, con el corazón latiendo y sudor frío corriéndote por el cuerpo. Cuando topas con la pared, el gato se detiene, deja de mirarte y da la vuelta en el pasillo, hacia la última puerta, la única que no está totalmente cerrada. Entra a través de la abertura, sin apenas moverla.

De pronto, escuchas un sonido espantoso, que proviene de esa misma habitación. Una mezcla entre un maullido, un graznido y un grito humano, que resuena potente en todo el pasillo y te eriza la piel y los pelos de la nuca.

Un torrente de maullidos llega detrás de tí, y de pronto todos los gatos de la casa entran por el estrecho pasillo, arañándote la ropa y mordiéndote las piernas en el camino. Algunos incluso se trepan a tu espalda, clavándote sus garras. Te los arrancas como puedes, sintiendo el agudo dolor de sus uñas destrozándote la piel, y los arrojas lejos. A uno lo estrellas contra la puerta entreabierta, que se abre con violencia, mostrando una oscuridad escalofriante, y solo cuando la última cola crispada es tragada por la sombra te atreves a entrar.

Y ahí está. Tan irreal como su leyenda. Pero tan real...

Es un ser inaudito. Toda su piel amarillenta está mordisqueada y arañada; con varios pedazos ausentes. Sus orejas, que sobresalen bajo sus largos, lacios y grasientos cabellos negros, tomaron una forma puntiaguda y larga. Sus manos mordidas y flacas acaban en garras filosas y asquerosas, de un color sucio y repugnante; su nariz larga y respingada lo huele todo y se alza hacia el cielo para abarcar cada nota de olor distinta del orín y la porquería habitual. Sus delgados labios secos entreabiertos muestran dientes amarillos y putrefactos. Todo su inmundo conjunto está envuelto en lo que antes fuera un lujoso abrigo de piel, pero que ahora es un aún más inmundo pelaje falso del color de la suciedad, con costras de porquería y huesos de animales pequeños.

Los gatos corren a su alrededor, trepándose por su falso pelaje, algunos ronroneando y otros emitiendo el chillido ronco de los suyos. Varios dejan a sus pies más ofrendas de pájaros muertos. Sobre su hombro, el gato blanco te mira, ya sin sonreír.

Ella reconoce al fin el olor extraño, y abre los ojos. Espantosos ojos sin pestañas, ojos amarillos con las pupilas verticales. Horribles ojos a los que sin embargo, no puedes dejar de ver. En su horror son hipnóticos, y te han capturado.

De su garganta emerge el grito-maullido de minutos antes. Tu piel se eriza de nuevo y esta vez caes en la cuenta de que es demasiado tarde para escuchar al sentido común: ese maullido infrahumano es más que eso, es un grito de guerra...

Echas a correr, perseguido por ellos. Con sus horribles maullidos detrás de tí. Debes salir de ahí a toda costa. Bajas de dos en dos las escaleras, olvidándote por completo del hueco que dejaste al subir. Te atoras de nuevo y esta vez escuchas y sientes tus huesos tronarse y desgarrar la piel de la pierna. El dolor, olor y sensación de tu sangre borboteando termina con tu cordura, y tratas de levantarte y huir, aunque sea a rastras. Pero tu lucha te arranca a tí y a tu pierna fracturada del agujero, haciéndote estrellarte con el barandal y hacerlo trizas también.

La aparatosa caída te fractura la columna vertebral. Ahora yaces en el suelo, sin poderte mover, con la cabeza girada hacia el sillón de terciopelo donde yace el gato muerto. 

Debajo del mismo ves algo que antes no viste, y que ahora no es más que una advertencia tardía de lo que te espera.

Y entonces, sientes las patas sobre tí.


Tus gritos no sobrepasan el jardín. 

Los gatos, drogados de nébeda, dejan de retorcerse sobre el pastizal y entran a la casa relamiéndose los bigotes. 




jueves, 20 de octubre de 2016

Oscar de la Renta y el suspiro que es la vida

Esta nota se publicó en el periódico donde yo trabajaba, un día después del fallecimiento del genio de la moda. Yo había preparado su reseña pero un compañero me ganó; no obstante, surgió este pequeño ensayo que, en su segundo aniversario luctuoso, comparto con ustedes.

(Publicación original: 21 de octubre de 2014)

Esta mañana se dio a conocer la lamentable pérdida del genio de la Alta Costura, Oscar dela Renta. En las próximas 24 horas, las redes se llenaran de frases robadas de entrevistas suyas, y puede que fotos acompañadas de palabras que el diseñador jamás dijo. O bien, memes, que parece que ya no conocemos otra forma de comunicación.



Todos los años, perdemos figuras importantes e imponentes como el diseñador, el fundador de Apple, Steve Jobs, o el actor Robin Williams, quienes han marcado generaciones con su trabajo. Sin embargo también hemos perdido figuras como la bailarina contemporánea Guillermina Bravo y los escritores Ray Bradbury y José Emilio Pacheco, de quienes nadie se acordó hasta que fallecieron. Y puede que ni así.



¿Porqué tenemos esta manía? No los recordamos ni apreciamos hasta que ya no pueden crear, ni bailar, ni convivir entre nosotros. Al parecer la muerte nos infecta con un morbo insano, con la repentina necesidad de llenarnos y saber qué "fue" de sus vidas y no el qué "es".



Y no sólo nos pasa con personas de fama y reconocimiento: nos puede llegar a pasar hasta con nuestros seres queridos. Hay familiares a los que no volvemos a ver hasta que tenemos qué… y para entonces ya están rodeados de crisantemos en un recinto funerario. O si ellos tienen suerte, en su lecho de muerte, cuando ya apenas pueden sonreír, y deben tolerar lágrimas y 'hubieras' que no recuperan el tiempo perdido.

Tenemos próximo el Día de Muertos, el día que dedicamos por entero a todos los que se nos fueron. ¿Cuántos días les dedicamos mientras aún están aquí? ¿Cuántas veces nos detenemos a decir un "te amo"? ¿A tomar un café? ¿A preguntar "¿cómo estás?"?

Hay historias de personas que pierden al amor de su vida sin que este sepa que lo es. Hijos que no agradecen los consejos de papá y mamá hasta que ya no están para darlos. Maestros que no reciben un respeto de sus discípulos hasta que se les dedica algún homenaje póstumo. Y a veces no les dedicamos nada hasta que lo publicamos en Facebook. O twitter. Como si hubiera Wi-Fi en el más allá (con todo respeto, no mamen).

Epitafios de "Gran mujer, madre y amiga" o "un hombre excepcional y amable", rondan por las redes todos los días. Hay muros de personas fallecidas que no tuvieron comentario alguno hasta el día del funeral. Con todas esas palabras que la persona nunca escuchó de quienes más quería. Y en el peor de los casos, todas esas palabras no dichas pudieron haber salvado su vida.

Y ya no digamos palabras: hechos. Un abrazo, un beso, un cariño, hasta una palmada en el hombro. ¿Cuántas veces al día abrazas a alguien? ¿Cuántas veces felicitas a tus colegas o empleados por algo bien logrado, incluso por un día sin incidentes graves? Porque el afecto y el respeto se necesitan en todos los niveles. ¿Hace cuánto no le rascas la panza a tu mascota? ¿Has hablado con tus hijos, con tus padres? ¿Te detuviste a disfrutar ese beso de despedida que te dio tu pareja esta mañana?

¿De veras quieres esperar a ya no poder hacerlo?

Grettel

  - ¿Estás herido, terroncito? Sosteniendo una linterna de las antiguas de aceite y envuelta en un chal de color rosa, la mujer que se hab...