¿Pero y si no vuelven vivas?
#niunamenos
Aparecieron un día.
Como surgidas del aire, o de la niebla. Aparecieron caminando en las calles, con paso lento y casi mecánico pero indetenible. De todas las edades, de todas las clases y razas. Aparecieron en todo el mundo en el transcurso de un día y una noche. En un principio sólo causaron curiosidad. No saludaban, no hablaban con nadie, sólo caminaban con su paso lento. Algunas llevaban cosas en la mano; juguetes, bolsos, o las cosas más aleatorias. A veces se cruzaban, en raras ocasiones se detenían para entenderse sin decir una palabra y así juntarse en grupos autómatas y silentes. La prensa tardó más en notarlas, pero los avistamientos inundaron las redes de comunicación como si de un desafío* o un tag absurdo se tratase.
Fueron los pequeños detalles, vistos muy de cerca, los que dieron la alarma de que aquello no tenía nada de absurdo.
Primero, alguien se dio cuenta que la mayoría tenía la ropa hecha pedazos. Mangas rasgadas, botones arrancados, incluso tijeretazos o roturas hechas con objetos punzocortantes, con la absoluta intención de que esa prenda ya no sirviera para cubrir. Algunas incluso iban en ropa interior, o desnudas.
Luego otros notaron que iban sucias. De tierra o de basura, como si se hubieran arrastrado hasta llegar a la superficie. Todas olían muy mal, un hedor espantoso que no pertenecía al mundo cotidiano, y que anunciaba su llegada, siendo lo único que contrarrestaba la curiosidad.
Finalmente alguien notó la sangre. Y ese alguien, con gran dolor y un espanto que casi le arrancó la cordura, descubrió quiénes eran.
Costras de sangre seca, en la ropa, en la piel, entre los muslos. Hilos rojos petrificados que corrían desde brutales golpes en la cabeza, desde puñaladas en la espalda y el pecho, desde las cuencas de los ojos en un grupo completo que se había estado juntando desde el día uno.
El que se dio cuenta fue un padre de familia. Había gastado cada segundo de los últimos cinco años buscando a una hija que se fue al trabajo un día y nunca más regresó, y que ni siquiera llegó a la oficina. La policía proscribió el caso sin siquiera buscarla y sus conocidos se habían rendido uno tras otro, pero él siguió buscando, preguntando, peregrinando en cada hospital, en cada organización, en cada comisaría y morgue.
Ese día, su hija chocó con él y lo pasó de largo. Llevaba puesto lo que en esa funesta mañana había sido una blusa blanca y una falda de corte recto, pero que ahora eran jirones sobre un cuerpo batido de sangre y tierra, arrastraba un pie descalzo y en el otro llevaba un zapato de tacón con los adornos de corcho podridos. El resto de su piel estaba gris,tenía basura en el pelo enmarañado, nubes en los ojos y gusanos entraban y salían por una serie de puñaladas en su pecho.
La gente en la calle vio al padre seguir a la hija desesperado, gritando su nombre, intentando detener a toda costa su paso, solo para verse arrastrado por la marcha de las muertas, llorando histérico. Había vuelto, y a la vez no volvería jamás. Tanto buscar a una hija para acabar encontrando un cascarón vacío.
Poco a poco todas fueron reconocidas. Las hijas perdidas, las amigas desaparecidas, las vecinas que una noche no volvieron a salir de sus casas, o que salieron para nunca más volver. Todas habían regresado, pero a la vez ya no estaban ahí. En un principio esto generó pánico inmediato, inspirado obviamente en ciertas películas de terror, hasta que se dieron cuenta que ellas en realidad no lastimaban a nadie. Si se cruzaban con alguien vivo, lo pasaban de largo y seguían andando sin parar, sin importar si ese vivo las había conocido o no.
La prensa no tardó en darles un nombre: carcasas. No es como que fueran otra cosa antes para los medios, pero ahora podían darles una marca, un nombre que vendiera periódicos y elevara los ratings. Cuando se comprobó que las carcasas en efecto no eran peligrosas, la policía finalmente salió de su cubil y empezó a actuar. Y con actuar se referían a simplemente juntarlas en rebaños, subirlas a camiones y camionetas y llevarlas a cualquier edificio -hospital, cárcel, las mismas cajas de los vehículos- donde mantenerlas bajo llave hasta saber qué hacer. Ellas se dejaron pastorear sin reacción alguna. Para muchos esto fue un alivio y dieron por zanjado el asunto, para otros no era tan sencillo, y se dieron a la tarea de reconocerlas, inspeccionarlas y llamar a las familias.
Un día, un grupo de carcasas reaccionó. Y entonces se confirmó que no eran peligrosas para todos.
En un separo de una comisaría, en medio de las carcasas, apareció el cuerpo desmembrado de un policía. Durante la noche lo habían despedazado, y restos del hombre habían quedado por toda la celda, embarrados en el suelo, los muros, incluso en algunas de ellas. Pero no habían sido todas, no: las responsables habían caído alrededor de lo que quedó de él, y ya no se volvieron a mover. Se habían vuelto a morir, no había otro modo de decirlo. El resto sólo las rodeaba, silentes e impasibles como siempre. Hubo más carcasas caídas en un hospital esa misma noche, sin que éstas atacaran a nadie.
Sólo entonces se supo que ese policía, abusando de su placa, había violado y matado a todas esas mujeres que esa noche volvieron a morir.
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