Lee la parte 1
#NiUnaMenos
#NiUnaMenos
Pasado un mes, el mundo se había detenido. Se escuchaba el murmullo de las radios y las televisiones desde las casas, los tecleos en las computadoras, los pájaros cantaban y los perros ladraban como de costumbre, pero el ruido de las multitudes se había apagado casi por completo; rara vez en el día se escuchaba el crujir de la grava bajo las ruedas de un coche o el compás de unos pasos apresurados.
Lo único que se oía era el paso arrastrado de las carcasas, y a veces el grito final de alguno de sus asesinos. Esto último resonaba en todas partes, y era imposible no escucharlo.
¿Qué fuerza, qué extraño dios de la venganza las había traído de vuelta? ¿Era obra del diablo o acaso el plan de un ángel exterminador? Eran las preguntas que flotaban en el aire. La prensa se había encargado de inundar de ataques grabados cada noticiero, provocando alarma y desconcierto aún en aquellos que se sabían a salvo. Los templos se convirtieron en refugios de hombres y mujeres que veían en ellas al temido verdugo de sus pecados, porque ellas también atacaban a otras mujeres. Regentas, delincuentes, perras sin alma que habían participado de su primera muerte o que habían ayudado a enterrarlas en la mierda. Las autoridades vieron sus números disminuir y dejaron de cazarlas para empezar a poner guardias y alarmas en las casas de potenciales blancos.
Pasado más tiempo, los ataques se normalizaron. Así como antes se volvió normal en el pasado oír de sus muertes o desapariciones.
Los más jóvenes comenzaron a seguirlas para grabar los ataques y subirlos a las redes. La gente al ver carcasas caídas ya sólo les prendía fuego para no tener que lidiar con el engorro de volver a enterrarlas o llamar a las morgues, que ahora estaban repletas. La policía centraba sus esfuerzos en proteger a pedófilos, asesinos y violadores, nada que no hubieran hecho antes, pero ahora con un compromiso que se hubiera esperado en una guardia presidencial. En algunas ocasiones abrían fuego nada más verlas llegar, esperando derribarlas o detenerlas o lo que demonios fuese a pasar. Nada de esto servía. Tarde o temprano, las carcasas daban con ellos, y esperaban sin moverse la oportunidad de entrar para tomar lo que les pertenecía. Había rebaños enteros rodeando casas, cárceles, escuelas, iglesias; firmes como ejércitos, pacientes y silenciosas. Y entonces una puerta se abría, o una ventana, y las que podían entraban para hacer justicia y que el resto pudiera al fin volver a morir.
En el punto más bajo de falta de escrúpulos, apareció un programa de televisión en que se corrían apuestas de quién sería el siguiente en ser alcanzado por sus víctimas. Había uno al que le llamaban "el asesino de los ojos", al que no habían capturado pero se sabía de él por los rebaños de carcasas con las cuencas de los ojos vacías que lo buscaban sin descanso, en varias partes del mundo, y los productores contrataban camarógrafos de a pie u ofrecían recompensas por videos siguiéndolas, el ganador sería aquel que lograra capturar y transmitir en vivo el momento en que "el asesino de los ojos" encontrase su espeluznante final.
Y así fue, cuando el mismo productor en jefe fue destripado durante una transmisión -por la pasante a la que había roto el cuello y tirado a un canal tras violarla y sacarle los ojos- y el programa finalmente fue cancelado.
Ellos aprendieron lo que era el miedo, y se encerraron en sus casas. Algunos de los culpables eligieron volarse la tapa de los sesos para no ser alcanzados por ellas. Otros huyeron hasta donde les daba el dinero o los pies, pero el mundo es redondo y uno siempre vuelve al punto de partida, y en ese punto ellas los estaban esperando.
Se perdió la noción del tiempo que llevaba la marcha de las muertas, mientras en algunos lugares su número disminuía, en otros no hacía sino aumentar, hasta que se convirtieron en una visión normal. Se volvió cosa común ver grupos enteros derrumbarse para siempre en la calle. La prensa pronto se aburrió de ellas y las autoridades dejaron de proteger a los blancos, dejándoles una o dos advertencias y en algunos casos, dejando también la puerta abierta para ellas. De a poco, también perdieron el mote de "carcasa" y recuperaron sus nombres; las que consiguieron su sangrienta justicia volvieron a la tierra negra, esta vez con pena y hasta respeto de los que cavaron sus fosas o encendieron sus piras.
Un día, la última de ellas finalmente volvió a morir. Ese día las vivas salieron de casa. Con sus hijos, con sus parejas, solas o con amigos o familiares, en falda o pantalón. Salieron y el aire ya no olía a muerte, la vida murmuraba en las calles y la humanidad volvía a su ritmo, que era el mismo y a la vez era un compás de cambio. Y la vida regresó a las calles, cantando su canción y evitando a toda costa la pregunta que flotaba en la mente del colectivo:
¿Y si regresan?
