miércoles, 4 de marzo de 2020

Carcasa (pt 2)

Lee la parte 1

#NiUnaMenos

Pasado un mes, el mundo se había detenido. Se escuchaba el murmullo de las radios y las televisiones desde las casas, los tecleos en las computadoras, los pájaros cantaban y los perros ladraban como de costumbre, pero el ruido de las multitudes se había apagado casi por completo; rara vez en el día se escuchaba el crujir de la grava bajo las ruedas de un coche o el compás de unos pasos apresurados.

Lo único que se oía era el paso arrastrado de las carcasas, y a veces el grito final de alguno de sus asesinos. Esto último resonaba en todas partes, y era imposible no escucharlo. 

¿Qué fuerza, qué extraño dios de la venganza las había traído de vuelta? ¿Era obra del diablo o acaso el plan de un ángel exterminador? Eran las preguntas que flotaban en el aire. La prensa se había encargado de inundar de ataques grabados cada noticiero, provocando alarma y desconcierto aún en aquellos que se sabían a salvo. Los templos se convirtieron en refugios de hombres y mujeres que veían en ellas al temido verdugo de sus pecados, porque ellas también atacaban a otras mujeres. Regentas, delincuentes, perras sin alma que habían participado de su primera muerte o que habían ayudado a enterrarlas en la mierda. Las autoridades vieron sus números disminuir y dejaron de cazarlas para empezar a poner guardias y alarmas en las casas de potenciales blancos.

Pasado más tiempo, los ataques se normalizaron. Así como antes se volvió normal en el pasado oír de sus muertes o desapariciones.

Los más jóvenes comenzaron a seguirlas para grabar los ataques y subirlos a las redes. La gente al ver carcasas caídas ya sólo les prendía fuego para no tener que lidiar con el engorro de volver a enterrarlas o llamar a las morgues, que ahora estaban repletas. La policía centraba sus esfuerzos en proteger a pedófilos, asesinos y violadores, nada que no hubieran hecho antes, pero ahora con un compromiso que se hubiera esperado en una guardia presidencial. En algunas ocasiones abrían fuego nada más verlas llegar, esperando derribarlas o detenerlas o lo que demonios fuese a pasar. Nada de esto servía. Tarde o temprano, las carcasas daban con ellos, y esperaban sin moverse la oportunidad de entrar para tomar lo que les pertenecía. Había rebaños enteros rodeando casas, cárceles, escuelas, iglesias; firmes como ejércitos, pacientes y silenciosas. Y entonces una puerta se abría, o una ventana, y las que podían entraban para hacer justicia y que el resto pudiera al fin volver a morir. 

En el punto más bajo de falta de escrúpulos, apareció un programa de televisión en que se corrían apuestas de quién sería el siguiente en ser alcanzado por sus víctimas. Había uno al que le llamaban "el asesino de los ojos", al que no habían capturado pero se sabía de él por los rebaños de carcasas con las cuencas de los ojos vacías que lo buscaban sin descanso, en varias partes del mundo, y los productores contrataban camarógrafos de a pie u ofrecían recompensas por videos siguiéndolas, el ganador sería aquel que lograra capturar y transmitir en vivo el momento en que "el asesino de los ojos" encontrase su espeluznante final. 

Y así fue, cuando el mismo productor en jefe fue destripado durante una transmisión -por la pasante a la que había roto el cuello y tirado a un canal tras violarla y sacarle los ojos- y el programa finalmente fue cancelado. 

Ellos aprendieron lo que era el miedo, y se encerraron en sus casas. Algunos de los culpables eligieron volarse la tapa de los sesos para no ser alcanzados por ellas. Otros huyeron hasta donde les daba el dinero o los pies, pero el mundo es redondo y uno siempre vuelve al punto de partida, y en ese punto ellas los estaban esperando. 

Se perdió la noción del tiempo que llevaba la marcha de las muertas, mientras en algunos lugares su número disminuía, en otros no hacía sino aumentar, hasta que se convirtieron en una visión normal. Se volvió cosa común ver grupos enteros derrumbarse para siempre en la calle. La prensa pronto se aburrió de ellas y las autoridades dejaron de proteger a los blancos, dejándoles una o dos advertencias y en algunos casos, dejando también la puerta abierta para ellas. De a poco, también perdieron el mote de "carcasa" y recuperaron sus nombres; las que consiguieron su sangrienta justicia volvieron a la tierra negra, esta vez con pena y hasta respeto de los que cavaron sus fosas o encendieron sus piras. 

Un día, la última de ellas finalmente volvió a morir. Ese día las vivas salieron de casa. Con sus hijos, con sus parejas, solas o con amigos o familiares, en falda o pantalón. Salieron y el aire ya no olía a muerte, la vida murmuraba en las calles y la humanidad volvía a su ritmo, que era el mismo y a la vez era un compás de cambio. Y la vida regresó a las calles, cantando su canción y evitando a toda costa la pregunta que flotaba en la mente del colectivo:

¿Y si regresan? 

Resultado de imagen de feminicidio

martes, 3 de marzo de 2020

Carcasa (pt. 1)

Hay cosas que se tienen que hablar, no sólo en este mes, sino todos los días, y si el terror es el medio, pues que así sea. Este es un cuento en dos partes en que pregunto: ¿y si todas las que nos faltan, regresaran

¿Pero y si no vuelven vivas?

#niunamenos



Aparecieron un día.

Como surgidas del aire, o de la niebla. Aparecieron caminando en las calles, con paso lento y casi mecánico pero indetenible. De todas las edades, de todas las clases y razas. Aparecieron en todo el mundo en el transcurso de un día y una noche. En un principio sólo causaron curiosidad. No saludaban, no hablaban con nadie, sólo caminaban con su paso lento. Algunas llevaban cosas en la mano; juguetes, bolsos, o las cosas más aleatorias. A veces se cruzaban, en raras ocasiones se detenían para entenderse sin decir una palabra y así juntarse en grupos autómatas y silentes. La prensa tardó más en notarlas, pero los avistamientos inundaron las redes de comunicación como si de un desafío* o un tag absurdo se tratase.

Fueron los pequeños detalles, vistos muy de cerca, los que dieron la alarma de que aquello no tenía nada de absurdo.

Primero, alguien se dio cuenta que la mayoría tenía la ropa hecha pedazos. Mangas rasgadas, botones arrancados, incluso tijeretazos o roturas hechas con objetos punzocortantes, con la absoluta intención de que esa prenda ya no sirviera para cubrir. Algunas incluso iban en ropa interior, o desnudas. 

Luego otros notaron que iban sucias. De tierra o de basura, como si se hubieran arrastrado hasta llegar a la superficie. Todas olían muy mal, un hedor espantoso que no pertenecía al mundo cotidiano, y que anunciaba su llegada, siendo lo único que contrarrestaba la curiosidad.

Finalmente alguien notó la sangre. Y ese alguien, con gran dolor y un espanto que casi le arrancó la cordura, descubrió quiénes eran.

Costras de sangre seca, en la ropa, en la piel, entre los muslos. Hilos rojos petrificados que corrían desde brutales golpes en la cabeza, desde puñaladas en la espalda y el pecho, desde las cuencas de los ojos en un grupo completo que se había estado juntando desde el día uno. 

El que se dio cuenta fue un padre de familia. Había gastado cada segundo de los últimos cinco años buscando a una hija que se fue al trabajo un día y nunca más regresó, y que ni siquiera llegó a la oficina. La policía proscribió el caso sin siquiera buscarla y sus conocidos se habían rendido uno tras otro, pero él siguió buscando, preguntando, peregrinando en cada hospital, en cada organización, en cada comisaría y morgue. 

Ese día, su hija chocó con él y lo pasó de largo. Llevaba puesto lo que en esa funesta mañana había sido una blusa blanca y una falda de corte recto, pero que ahora eran jirones sobre un cuerpo batido de sangre y tierra, arrastraba un pie descalzo y en el otro llevaba un zapato de tacón con los adornos de corcho podridos. El resto de su piel estaba gris,tenía basura en el pelo enmarañado, nubes en los ojos y gusanos entraban y salían por una serie de puñaladas en su pecho.

La gente en la calle vio al padre seguir a la hija desesperado, gritando su nombre, intentando detener a toda costa su paso, solo para verse arrastrado por la marcha de las muertas, llorando histérico. Había vuelto, y a la vez no volvería jamás. Tanto buscar a una hija para acabar encontrando un cascarón vacío.

Poco a poco todas fueron reconocidas. Las hijas perdidas, las amigas desaparecidas, las vecinas que una noche no volvieron a salir de sus casas, o que salieron para nunca más volver. Todas habían regresado, pero a la vez ya no estaban ahí. En un principio esto generó pánico inmediato, inspirado obviamente en ciertas películas de terror, hasta que se dieron cuenta que ellas en realidad no lastimaban a nadie. Si se cruzaban con alguien vivo, lo pasaban de largo y seguían andando sin parar, sin importar si ese vivo las había conocido o no.

La prensa no tardó en darles un nombre: carcasas. No es como que fueran otra cosa antes para los medios, pero ahora podían darles una marca, un nombre que vendiera periódicos y elevara los ratings. Cuando se comprobó que las carcasas en efecto no eran peligrosas, la policía finalmente salió de su cubil y empezó a actuar. Y con actuar se referían a simplemente juntarlas en rebaños, subirlas a camiones y camionetas y llevarlas a cualquier edificio -hospital, cárcel, las mismas cajas de los vehículos- donde mantenerlas bajo llave hasta saber qué hacer. Ellas se dejaron pastorear sin reacción alguna. Para muchos esto fue un alivio y dieron por zanjado el asunto, para otros no era tan sencillo, y se dieron a la tarea de reconocerlas, inspeccionarlas y llamar a las familias. 

Un día, un grupo de carcasas reaccionó. Y entonces se confirmó que no eran peligrosas para todos. 

En un separo de una comisaría, en medio de las carcasas, apareció el cuerpo desmembrado de un policía. Durante la noche lo habían despedazado, y restos del hombre habían quedado por toda la celda, embarrados en el suelo, los muros, incluso en algunas de ellas. Pero no habían sido todas, no: las responsables habían caído alrededor de lo que quedó de él, y ya no se volvieron a mover. Se habían vuelto a morir, no había otro modo de decirlo. El resto sólo las rodeaba, silentes e impasibles como siempre. Hubo más carcasas caídas en un hospital esa misma noche, sin que éstas atacaran a nadie. 

Sólo entonces se supo que ese policía, abusando de su placa, había violado y matado a todas esas mujeres que esa noche volvieron a morir.

Y se supo también que él sólo sería el primero.


83,000 firmas contra el feminicidio de Karla
Autor desconocido

Grettel

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