martes, 15 de mayo de 2018

Meridienne (I)

Una idea nueva para el blog, una historia corta (¿o larga? el tiempo lo dirá) 
Resultado de imagen para una sirena john william waterhouse
A Mermaid (J. W. Waterhouse, 1900)

1

Sólo conocía el mar, el cielo y las playas a lo lejos.

Desde que podía recordar, sólo habían sido ella y el océano, los peces y las gaviotas. Ni siquiera estaba segura de que existieran otras criaturas exactamente como ella, o cómo había llegado al mundo o qué hacía en él.

Lo que era cierto era que había nacido nadando, y que no era el único ser vivo del mundo. Eran las únicas cosas de las que podía estar segura. Cuando intentaba recordar el pasado, sólo podía pensar en luz de sol, burbujas cosquilleando a su alrededor y dos voces -ninguna de ellas, la suya. Una más grave que la otra. Pero ambas llenas de un algo que le hacía sentir felicidad y seguridad. La voz más suave solía cantar, tan hermosamente que aún ahora resonaba en todo su ser.

De la segunda cosa, sólo podía estar segura por los animales y los barcos. Nunca había tenido un lugar que llamar hogar, ni siquiera reconocía la palabra al escucharla de los tripulantes, así que sin ningún reparo seguía los barcos en cuanto los veía pasar. Era interesante seguirlos, escuchar a la tripulación y a los pasajeros. Escuchar sus diferentes idiomas, rara vez había escuchado una tripulación entera que hablase la misma lengua. Por ellos conocía la palabra hablada, y los significados de la misma. No le veía el caso a hablar, pero de vez en cuando cantaba canciones aprendidas de pura escucha, y le gustaba el sonido de su voz.

A veces había tenido la audacia de llegar con ellos hasta las costas, aunque nunca se acercara. Desde su escondite, que podía ser lo mismo un grupo de rocas que el mismo barco con el que había llegado, veía a las personas. Le sorprendía que hubiera tantos de una misma especie viviendo por tanto tiempo en un mismo lugar, dado que todos en el océano eran más bien nómadas. Incluso las estrellas de mar, tan lentas y de suave nadar, se aburrían de vivir pegadas a un único arrecife por más de una temporada. Si fueran plantas o corales, tal vez lo entendería, pero las personas tenían extremidades para andar. Quizás al ser dos extremidades tan delgadas, y no una cola fuerte y poderosa, se cansaban más rápido y optaban por establecerse así.

Como fuera, ella nunca se quedaba en un solo lugar. Descansaba unos días en alguna cueva submarina, o en el rincón más oculto posible de las playas, y luego reanudaba su eterno nadar, que gracias a todo lo que aprendía del mundo, le era agradable y liviano.

Al menos hasta que intentaba recordar algo de sí misma. Entonces le pesaba la gravedad de todo lo que ignoraba, e incluso nadar se le dificultaba. Y si le añadía el hecho de su soledad, entonces ya no podía moverse, hasta que el sentimiento pasara por sí solo. O hasta divisar el siguiente barco, para poder distraerse en otra cosa.

Fue una noche, sin embargo, en que todo cambiaría. Una noche en que vio pasar un barco con un emblema extraño: una bandera negra con un cráneo y huesos...


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