I

Además, nadie se hubiera arriesgado a romper los términos de la paz, porque contra todo pronóstico Las Otras aún custodiaban el barco.
De día sólo se les veía como piezas de obsidiana brillando bajo el agua y el sol sin molestar a nadie, pero pese a lo prometido a Meridienne, por la noche saltaban sobre las olas, riendo y cantando sus hechizos. Los marineros dormían con tapones de cera en los oídos, pero aunque bastaba para que los cantos fueran apenas audibles, de vez en cuando alguno era sorprendido perdido en la nada. Pero el día en que uno de ellos finalmente sucumbió al deseo de oírlas y se arrojó a la muerte, Altair mató a una de un disparo, y sólo entonces Las Otras se ajustaron también a los términos de la tregua.
Para entonces, Altair de Lusignan había entendido que el único modo de sobrevivir a sus "protectoras" era dejar de verlas como veía a la pequeña sirena blanca, y empezar a mirarlas como las criaturas irracionales y faltas de piedad de las que había leído toda la vida. Ellas no eran ella, y mientras lo tuviera presente, él y la tripulación volverían a salvo a tierra.
Sin embargo, él sabía que nadie ahí era su amigo, y aunque se trataban con respeto, aún estaba por verse de qué lado estarían al llegar a puerto. En el camarote habían quedado notas y una especie de manifiesto de lo que prometía ser una lucha encarnizada, una guerra civil trazada con meticulosidad, pero cuya meta final -más allá de lo que continuamente se nombraba como El Nuevo Lusignan- en realidad no parecía del todo clara, como si su verdadero propósito fuese únicamente servir al caos. No podía evitar sentir temor de lo que encontraría, y había comenzado a tener pesadillas donde veía el palacio en llamas y la horrible cara de Mouette burlándose de él y de sus intentos desesperados por volver. El hombre al que estos hombres habrían seguido al fin del mundo, y nada le aseguraba que no seguían dispuestos a ello. Si tan sólo alguno de sus hermanos estuviese en esa nave con él...
Lo que lo llevaba a la otra tortura que lo carcomía: el que nadie de su familia hubiera respondido sus mensajes. Enviaba cada semana un ave, en espera de recibir respuesta de lo que estaba pasando, pero el único en responder era el silencio. Ni siquiera sabía en qué había acabado lo de su fallido compromiso con la princesa de Costa d' Marinho, si bien eso había quedado en el fondo de su lista de prioridades -si es que aún conservaba un lugar en ella.
¿Seguiría Hérmes viviendo en el palacio o su madre lo habría enviado ya a otro país para protegerlo? ¿estaría su madre bien? ¿Y Ricárd? ¿porqué precisamente él no daba señales de vida?
¿Y Meridienne?
Esta última pregunta hacía el mayor eco de todos. Nunca había sentido tanta incertidumbre como cuando pensaba en ella, en lo que estaría haciendo o si estaría bien. A veces lograba tranquilizarse recordando todo el tiempo que ella llevaba arreglándoselas sola, pero ahora ya no lo estaba, y lo que sea que quisieran Las Otras de ella... prefería no pensarlo, o sería capaz de arrojarse del barco a buscarla, si es que el cardumen se lo permitía. Probablemente eso era lo que estaban esperando, un descuido, o un acto desesperado alimentado por la soledad y el amor dolido, para romper su promesa y devorarlo como habían hecho ya con el último incauto. Y no pensaba darles el gusto.
No obstante, había descubierto que uno de los hombres a bordo parecía más propenso a una conversación civilizada. Era un hombre de unos cuarenta años, de procedencia difícil de definir dado que pese a su piel negra conservaba marcados rasgos de medio oriente; era tranquilo, los otros lo respetaban y parecía conocer más que los demás sobre Las Otras. Recordaba haberlo visto una o dos veces durante su secuestro, pero nunca cruzaron palabra, al menos hasta esa mañana brumosa.
-¿Qué nos espera entonces, Alteza?-le preguntó el hombre, con voz ronca y grave. Altair dio un respingo y tardó un poco en entender a qué se refería.
-Yo mismo quisiera saber. O si algo aún nos espera.
-La Guardia Imperial seguramente lo hará. Y un par de flotas de otros países.
Altair soltó una risilla sardónica:
-Sí, imaginé que habían usado este barco para hacer enojar a unos cuantos. Pero yo quiero saber qué nos espera si llegamos a puerto.
-Tiene a la mano los documentos del capitán Mouette.
-Un montón de papeles que aún no me dice lo que quiero saber.
-¿Y eso sería...?
-¿Por qué? ¿Y a cambio de qué?
El interpelado se quedó en silencio, inexpresivo. Examinándolo, Altair encontró en su mano una marca que le parecía vagamente familiar. Aquella montaña humana en algún momento había sido un esclavo.
-¿Cuál es tu nombre?
-Moro.
-Eso no es un nombre.
-Donde nací no teníamos-replicó, cubriendo la marca con la otra mano. -Algunos adoptaron nombres, otros como Arratoi se lo ganaron.
-¿Arratoi Mouette era un esclavo?
Esa sí era información nueva. Nadie sabía de donde había salido el hombre, sólo los crímenes y fechorías que había cometido en cuanto se dio a conocer. Pero en ese caso, se convertía en algo mucho peor que un simple criminal.
-Lo llamaban Rata cuando yo lo conocí. Era un niño cuando nos compró el verdadero capitán Mouette. Se empezó a llamar Arratoi a partir de que el capitán lo liberó.
-¿Y tú?
-Sigo siendo un esclavo. De la clase más baja, si es que eso es posible -su expresión se ensombreció con muda indignación-Uno pensaría que siendo uno de los míos, me habría liberado también. En lugar de eso, fui testigo de cómo cazó y hundió el barco de nuestros antiguos amos, con ellos a bordo.
Altair se quedó en silencio un momento, analizando lo que el hombre le había contado. Y las posibilidades que brindaba. Tal vez para la Guardia Imperial sólo se volviera una página más en un historial repleto de sangre y corrupción, pero un hombre como Arratoi Mouette dependía de sus secretos para mantenerse donde estaba; inalcanzable y protegido por una mayoría fascinada por su "misterio", que lo obedecería hasta las últimas consecuencias, ante la promesa de libertad absoluta que les ofrecía.
¿Qué pensarían de un libertador así, capaz de comprar y vender a los suyos?
-¿Y los otros?
-Nadie más conoce esa historia, si es a lo que se refiere -respondió el "moro". -Ellos le siguen ciegamente desde hace años, pero no son tontos. Saben que al menos ahora, les conviene estar de lado de usted.
¿Seguiría Hérmes viviendo en el palacio o su madre lo habría enviado ya a otro país para protegerlo? ¿estaría su madre bien? ¿Y Ricárd? ¿porqué precisamente él no daba señales de vida?
¿Y Meridienne?
Esta última pregunta hacía el mayor eco de todos. Nunca había sentido tanta incertidumbre como cuando pensaba en ella, en lo que estaría haciendo o si estaría bien. A veces lograba tranquilizarse recordando todo el tiempo que ella llevaba arreglándoselas sola, pero ahora ya no lo estaba, y lo que sea que quisieran Las Otras de ella... prefería no pensarlo, o sería capaz de arrojarse del barco a buscarla, si es que el cardumen se lo permitía. Probablemente eso era lo que estaban esperando, un descuido, o un acto desesperado alimentado por la soledad y el amor dolido, para romper su promesa y devorarlo como habían hecho ya con el último incauto. Y no pensaba darles el gusto.
No obstante, había descubierto que uno de los hombres a bordo parecía más propenso a una conversación civilizada. Era un hombre de unos cuarenta años, de procedencia difícil de definir dado que pese a su piel negra conservaba marcados rasgos de medio oriente; era tranquilo, los otros lo respetaban y parecía conocer más que los demás sobre Las Otras. Recordaba haberlo visto una o dos veces durante su secuestro, pero nunca cruzaron palabra, al menos hasta esa mañana brumosa.
-¿Qué nos espera entonces, Alteza?-le preguntó el hombre, con voz ronca y grave. Altair dio un respingo y tardó un poco en entender a qué se refería.
-Yo mismo quisiera saber. O si algo aún nos espera.
-La Guardia Imperial seguramente lo hará. Y un par de flotas de otros países.
Altair soltó una risilla sardónica:
-Sí, imaginé que habían usado este barco para hacer enojar a unos cuantos. Pero yo quiero saber qué nos espera si llegamos a puerto.
-Tiene a la mano los documentos del capitán Mouette.
-Un montón de papeles que aún no me dice lo que quiero saber.
-¿Y eso sería...?
-¿Por qué? ¿Y a cambio de qué?
El interpelado se quedó en silencio, inexpresivo. Examinándolo, Altair encontró en su mano una marca que le parecía vagamente familiar. Aquella montaña humana en algún momento había sido un esclavo.
-¿Cuál es tu nombre?
-Moro.
-Eso no es un nombre.
-Donde nací no teníamos-replicó, cubriendo la marca con la otra mano. -Algunos adoptaron nombres, otros como Arratoi se lo ganaron.
-¿Arratoi Mouette era un esclavo?
Esa sí era información nueva. Nadie sabía de donde había salido el hombre, sólo los crímenes y fechorías que había cometido en cuanto se dio a conocer. Pero en ese caso, se convertía en algo mucho peor que un simple criminal.
-Lo llamaban Rata cuando yo lo conocí. Era un niño cuando nos compró el verdadero capitán Mouette. Se empezó a llamar Arratoi a partir de que el capitán lo liberó.
-¿Y tú?
-Sigo siendo un esclavo. De la clase más baja, si es que eso es posible -su expresión se ensombreció con muda indignación-Uno pensaría que siendo uno de los míos, me habría liberado también. En lugar de eso, fui testigo de cómo cazó y hundió el barco de nuestros antiguos amos, con ellos a bordo.
Altair se quedó en silencio un momento, analizando lo que el hombre le había contado. Y las posibilidades que brindaba. Tal vez para la Guardia Imperial sólo se volviera una página más en un historial repleto de sangre y corrupción, pero un hombre como Arratoi Mouette dependía de sus secretos para mantenerse donde estaba; inalcanzable y protegido por una mayoría fascinada por su "misterio", que lo obedecería hasta las últimas consecuencias, ante la promesa de libertad absoluta que les ofrecía.
¿Qué pensarían de un libertador así, capaz de comprar y vender a los suyos?
-¿Y los otros?
-Nadie más conoce esa historia, si es a lo que se refiere -respondió el "moro". -Ellos le siguen ciegamente desde hace años, pero no son tontos. Saben que al menos ahora, les conviene estar de lado de usted.
-¿Y porqué contarme a mí? ¿qué esperas obtener?
-Igual que yo, Rata nunca dejará de ser un esclavo. Primero de los hombres, luego de las riquezas. Pero desde que su padre falleció, y la Emperatriz le cerró los caminos en Lusignan, el nuevo amo de Arratoi Mouette es la ira -miró al horizonte perdido entre la bruma.- Tal vez yo nunca sea libre, pero prefiero vivir mi cautiverio en un mundo donde un hombre como él no gane.
Altair estaba por responder a esto último, cuando un grito desde el nido en el palo mayor les dio un vuelco al corazón:
-¡Barcos a la vista!
-¡Barcos a la vista!
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